“Ante su vista un ser es tan precioso como el otro”
Era profesora en el Departamento de Educación Física de la Universidad Brigham Young
12 de mayo de 1992
Era profesora en el Departamento de Educación Física de la Universidad Brigham Young
12 de mayo de 1992
Para el Salvador, somos de valor infinito. Al amarlo, tener fe en Él y desear ser como Él, será Jesús quien nos cambiará, nos perfeccionará y nos llevará a casa. Y entonces nos dará todo lo que tiene. ¿Cómo podríamos desear otra cosa?
Tenemos la intención de modificar esta traducción cuando sea necesario. Si tiene sugerencias, por favor mándenos un correo a speeches.spa@byu.edu
Buenos días, hermanos y hermanas. Agradezco el honor de dirigirme a ustedes en esta ocasión. Lamento que el presidente Lee no haya podido estar aquí; ayer llamó para expresar su decepción al no poder acompañarnos. Creo que no le molestará que empiece mi discurso con la historia que tenía planeada, ya que tiene un gran sentido del humor.
Seleccioné una historia apropiada para un devocional porque tiene un tema religioso. Solo cambiaré a uno de los personajes principales.
Dos hombres murieron y llegaron al cielo. Cuando llegaron a las puertas, San Pedro los saludó y les dijo: “Vengan conmigo. Les mostraré dónde van a vivir”.
Llevó al primer hombre a lo que parecía ser una pequeña choza. Al otro lo escoltó a una hermosa mansión muy lujosa. ¡Hasta molduras doradas tenía! Más tarde, un espectador comentó: “San Pedro, no quiero decirte como hacer tu trabajo, pero ¿no acabas de llevar al Papa a esa choza? ¿Y no era ese el vicepresidente Bruce Hafen1 al que llevaste a esa mansión?”
“Pues sí”, dijo San Pedro, “pero no te preocupes. Todo está en orden. Verás, tenemos varios papas por aquí, ¡pero este es nuestro primer abogado!”
¿No es una tontería pensar que esta historia describe cómo son las cosas? Pero, como es evidente en el mundo de hoy, a nosotros los mortales se nos engaña fácilmente. Buscar nuestra identidad en el mundo trae problemas, es un espejismo. El buscar nuestra identidad en el Señor trae la verdad, y es real.
Estoy agradecida de ser parte de la comunidad de BYU, una universidad en la que todo lo que hacemos puede estar basado en el evangelio de Jesucristo. Amo al presidente Benson y testifico que es un profeta viviente de Dios. Es maravilloso tener el privilegio de participar en una universidad guiada por profetas vivientes. Qué emoción es para mí estar aquí. En otras universidades he podido enseñar principios similares, pero nunca identificar la fuente de ellos. Así que, al tener aquí la libertad de identificar esa fuente, es como si me quitaran una tapa y no me pudiera contener. Es una experiencia y una oportunidad maravillosas.
Hoy ruego que el Espíritu esté con nosotros en abundancia. Estoy agradecida por la ayuda que he recibido al preparar este discurso. Agradezco a mis queridos amigos por estar aquí hoy y por sus oraciones.
En enero de 1992, el presidente Rex E. Lee pronunció un discurso en el devocional de invierno que tituló: “Las cosas que cambian y las que no”. Me sentí muy emocionada al escuchar a este distinguido rector de universidad testificar de la realidad de la verdad absoluta. En su discurso, declaró: “A lo largo de sus vidas, se encontrarán con algunas personas que les asegurarán con gran solemnidad que no existe tal cosa como un absoluto. Desde el punto de vista de estas personas, todo es relativo… La mayoría de esas personas son muy sinceras. Y todas ellas están totalmente equivocadas” (BYU 1991–1992 Devotional and Fireside Speeches [Provo: Universidad Brigham Young, 1992], pág. 54).
Agrego con entusiasmo mi testimonio sobre los absolutos al testimonio del presidente Lee. La verdad absoluta es de carácter eterno; su fuente se encuentra más allá de este mundo. La verdad viene a nosotros de Dios. Podemos responder ante esa verdad, aceptarla y dedicarnos a ella, pero no es obra nuestra.
La idea central de mi discurso de hoy es basar la autoaceptación en valores absolutos y eternos, en contraste a la práctica habitual de basar la autoaceptación en la aptitud, los logros, la apariencia o, en otras palabras, las cosas del mundo. Incorporar esas verdades eternas a nuestra vida es esencial para nuestro progreso y para vivir el primer y el segundo gran mandamiento. A menos que basemos nuestra aceptación de nosotros mismos y de los demás en estas verdades absolutas, no seremos capaces de vernos como el Señor nos ve, “como realmente somos”. En el Libro de Mormón, Jacob reprendió a sus hermanos adinerados por perseguir a los que tenían menos recursos. Los amonestó por el orgullo de sus corazones, por pensar que eran mejores que los demás a causa de sus ropas costosas, su posición privilegiada y sus riquezas.
¿No creéis que tales cosas son abominables para aquel que creó toda carne? Y ante su vista un ser es tan precioso como el otro. Y toda carne viene del polvo; y con el mismo fin él los ha creado: para que guarden sus mandamientos y lo glorifiquen para siempre. [Jacob 2:21]
…Y él invita a todos ellos a que vengan a él y participen de su bondad; y a nadie de los que a él vienen desecha, sean negros o blancos, esclavos o libres, varones o mujeres; y se acuerda de los paganos; y todos son iguales ante Dios, tanto los judíos como los gentiles. [2 Nefi 26:33]
Sé que cada persona es valiosa a la vista de Dios. Al concluir un discurso que dio frente a los maestros de religión el pasado mes de febrero, el élder Dallin H. Oaks habló de la importancia de saber cómo nos ve Dios: “Espero que ayuden a sus alumnos a sentir su relación con Dios, y la preocupación y amor que Él siente por ellos” (“Sins, Crimes, and Atonement”, discurso del SEI, Salón de Asambleas de la Manzana del Templo, Salt Lake City, Utah, 7 de febrero de 1992, pág. 8).
¿Por qué siento tan firmemente que necesitamos conocer el amor que el Salvador siente por nosotros y mostrar reverencia hacia nuestras propias vidas? Es una pena ver a la gente desperdiciar una vida hermosa porque sienten que no valen nada. Sé cómo se siente. He vivido ambas perspectivas de este asunto. Durante más de la mitad de mi vida, no me sentía a gusto conmigo misma. Era una experiencia sombría y solitaria. En la superficie todo parecía genial, pero en mi interior temía que, si la gente llegara a conocerme de verdad, no les caería bien del todo. Lo que me confundía era que, con todos los logros que estaba acumulando, todavía no tenía una buena percepción de mí misma.
El Padre Celestial me dice en mi bendición patriarcal que me ama. Leí esas palabras durante diez años, pero nunca logré interiorizarlas verdaderamente. Para cuando tenía treinta y dos años, estaba desesperada por saber si alguien me amaba. Esa discrepancia entre mi yo “exterior” y mi yo “interior” llegó a ser más de lo que podía soportar, y en una oración sincera le rogué al Padre Celestial para saber si me amaba. La respuesta fue una que jamás podría dudar ni negar. Por suerte, ¡fue afirmativa! Después, no podía conciliar el conocimiento de este amor con los sentimientos que tenía hacia mí misma. Si no me amo a mí misma, le estoy diciendo a mi Padre que está equivocado, ¡o que tiene mal gusto! Pasé casi seis meses orando, arrepintiéndome y fingiendo que me amaba a mí misma antes de poder llegar a alegrarme genuinamente de ser yo. Toda mi vida cambió en ese momento.
Qué increíble diferencia hace el poder agradecerle sinceramente al Señor por lo que eres, el estar agradecido y feliz de ser tú en lugar de caerte mal o sentirte presionado a ser alguien más. Debido al mundo en el que vivimos hoy en día, todos tenemos que vencer las influencias que parecen destruirnos o edificarnos falsamente. Puedo decirles de todo corazón que la verdadera autoaceptación no se consigue a través de los logros mundanos ni al recibir la aceptación de los demás. Por supuesto, se siente bien tener estas cosas, y pueden ser aspectos emocionantes y positivos de la vida. Pero pensar que la autoaceptación proviene de tener éxito en el mundo es una estratagema muy eficaz que el adversario utiliza. El amor propio, la paz profunda y duradera y la verdadera identidad provienen de una sola fuente: de Dios. Sentirse amado y conocer la verdadera paz tienen un valor incalculable. Ninguna otra cosa en el mundo se puede comparar. Saber que el Padre Celestial nos ama de verdad y confiar en que es vital para nuestro Padre que volvamos a casa con Él son algunos de los mayores motivadores que podemos tener para darnos el deseo genuino de serle fieles. Con reverencia hacia nosotros mismos basada en el amor de Dios, rechazaríamos las tentaciones que de otro modo nos conducirían al orgullo del mundo. No amaríamos nada más de lo que amamos a Dios.
Ya se podrán imaginar lo emocionada que estaba al escuchar las palabras del presidente Benson en su clásico discurso “Cuidaos del orgullo” en la Conferencia General de abril de 1989. “El orgulloso depende del mundo para que le diga si vale algo o no. Su autoestima se determina según el lugar en que se le juzgue en la escala del éxito mundano.” Luego, el presidente Benson describió cómo llegamos a tener un concepto válido y verdadero de nosotros mismos: “Si amamos a Dios, hacemos Su voluntad y tememos Su juicio más que el del hombre, sentiremos autoestima” (Liahona, julio de 1989, pág. 7).
La autoaceptación que genera el mundo es falsa. En virtud de su propia naturaleza, la “autoestima enfocada en otros” vacilará constantemente, produciendo altibajos. Así debe ser, porque no siempre es posible tener éxito. Por lo tanto, si la aceptación se basa en el éxito, entonces la falta de éxito debe significar falta de aceptación. ¿Cómo podría ser eso correcto? Si así fuera, en lugar de aprender de nuestros errores, cada dificultad haría que pensáramos mal de nosotros mismos.
“Nunca se tiene suficiente de lo que no se necesita, porque lo que no se necesita nunca satisface”, dijo Mary Ellen Edmunds en la transmisión del sesquicentenario de la Sociedad de Socorro (“A World of Experience,” Ensign, mayo de 1992, pág. 97). La autoestima mundana nunca queda satisfecha; se pueden lograr o adquirir más y más cosas, pero aún se siente un vacío por dentro. Sin caridad, el amor puro de Cristo, no somos nada (véase Moroni 7:46–47). La autoaceptación basada en el amor de Dios es real. Esta verdadera reverencia hacia uno mismo es profunda, está llena de gratitud y paz, y está siempre presente incluso frente a las pruebas más difíciles de la vida. Ya que ante su vista cada uno es tan precioso como el otro, cada uno tiene fácil acceso a una autoaceptación honesta, duradera y real.
Una bendición muy práctica del Evangelio restaurado es que conocemos las verdades absolutas que proporcionan el fundamento para tener un buen concepto de nosotros mismos. Una vez que la autoaceptación tenga como base este fundamento seguro y absoluto, entonces serán libres para soñar, triunfar y destacar. Entonces darán parte de ustedes en gratitud al Señor, para servirle, para magnificar los talentos que tienen, para hacer la obra del Señor. No andarán por ahí tratando de cumplir sus planes, partiéndose el alma para poder sobresalir —para estar a la altura de las expectativas de alguien más— y obsesionados con la necesidad de que otros los acepten. Todos sus motivos surgirán de su amor por Él, de su confianza en el amor que Él les tiene, y de su deseo de hacer la voluntad del Salvador.
Entonces, ¿cuál es la fórmula? ¿Cuáles son los absolutos, las “cosas que no cambian” que son la base de un yo genuino, real, estable y seguro?
1. Somos hijos espirituales de padres celestiales. En una declaración de la Primera Presidencia bajo la dirección de Joseph F. Smith, se nos dice que somos “linaje celestial” y que “todos los hombres y mujeres son a semejanza del Padre y la Madre universales, y son literalmente los hijos e hijas de la Deidad” (“The Origin of Man”, Improvement Era, noviembre de 1909, págs. 75–81). El élder Packer testificó en la conferencia de abril de 1992:
No se ha revelado ideal más sublime que la verdad divina de que somos hijos de Dios, y que somos diferentes, por virtud de nuestra creación, de todas las demás criaturas vivientes. (Véase Moisés 6:8–10, 22, 59)
Ninguna idea ha destruido más la felicidad, ninguna filosofía ha ocasionado más dolor, más aflicción y más daño; ninguna idea ha hecho más para destruir la familia que la idea de que no somos progenie de Dios. [Boyd K. Packer, “Nuestro ambiente moral”, Liahona, julio de 1992, págs. 74–75]
Obviamente, algunas personas no tienen ni idea de su naturaleza divina, y otras parecen ver un destello de este noble linaje. ¿En qué sentido sería diferente nuestra vida si nuestra naturaleza divina fuera el factor principal en el que basáramos nuestra identidad? Cuando les preguntan quiénes son, ¿qué se les viene a la mente?
2. Somos almas —cuerpo y espíritu— y cada alma resucitará. ¿Por qué es importante esa verdad absoluta al esforzarnos por vernos como el Señor nos ve? De acuerda a la percepción del mundo y según los estudios de autoestima, el factor número uno para determinar si tenemos autoestima o no es la apariencia. Una estudiante de nuestro curso de Filosofía del Cuerpo, la Mente y el Espíritu del semestre pasado escribió sobre lo enojada que estaba al ver cómo la sociedad la había victimizado, haciéndola enfocarse en qué tan atractiva era. Las dietas, los trastornos alimentarios, las actitudes despectivas y otras conductas destructivas abundan a medida que nos vemos impulsados hacia una obsesión con “la apariencia externa”. Pero “Jehová no mira lo que el hombre mira, pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón” (1 Samuel 16:7). Laurie, nuestra estudiante, concluyó su trabajo final con estas reflexiones:
Creo que cuando nos negamos a asumir la responsabilidad de nuestros cuerpos, falsificando nuestra imagen externa, lo cual no hace más que infectarnos el alma, en última instancia estamos renunciando al derecho de llegar a ser como Dios… Debemos hacer de nuestro cuerpo físico un ser digno de convertirse en un dios, y nunca, nunca despreciar aquello que nos distingue de las huestes de Satanás: nuestros cuerpos, por defectuosos e imperfectos que sean. Si reverenciamos nuestro cuerpo y espíritu, como lo hace el Señor, ¡no podemos ser falsos con nosotros mismos! El rostro que presentemos será el que Dios nos ha dado. Y entonces, yo preguntaría: ¿Has recibido Su imagen en tu rostro? [Laurie Harris, “His Image in Our Countenance”, ensayo final, invierno de 1992, pág. 6; documento en posesión del orador]
¿Por qué no habríamos de sentir reverencia hacia nuestro cuerpo como un elemento glorioso de nuestro ser divino? “El Padre tiene un cuerpo de carne y huesos, tangible como el del hombre; así también el Hijo” (D. y C. 130:22). “El espíritu y el cuerpo son el alma del hombre” (D. y C. 88:15). Por naturaleza, nos parecemos más a Dios ahora que en la existencia preterrenal. El cuerpo es una bendición primordial en nuestro proceso de seguir adelante. La investigación inmunológica de las últimas décadas nos da una prueba asombrosa del funcionamiento totalmente interactivo de las emociones, la mente y el cuerpo. Somos almas por definición, y funcionamos y vivimos como almas. Si pensamos en nuestro cuerpo como algo negativo, algo que el espíritu necesita dominar, o algo de lo que preferiríamos deshacernos, nos ponemos en un estado de contención. Y sabemos que la contención es del diablo y no del Señor (3 Nefi 11:29). El Señor dijo: “Sed uno; y si no sois uno, no sois míos” (D. y C. 38:27). Creo que ese sentimiento se aplica maravillosamente a nuestra propia alma, así como a nuestras relaciones con los demás. A medida que sintamos reverencia por nuestros cuerpos, por toda nuestra alma, estaremos motivados a valorarnos completamente y a ser amables con nosotros mismos. ¿Sienten gratitud por su cuerpo, así como por su espíritu?
Mickey Trockel contó una historia en clase que ilustraba la “victimización” de dejar que otra persona nos defina. Un naturalista que vio un águila en un gallinero le preguntó al granjero por qué esta águila estaba con las gallinas. El granjero respondió que el águila era ahora una gallina. Él le había enseñado a ser una gallina y a picotear maíz junto con todas las demás gallinas. Pensando que esto era ridículo, el naturalista se subió a una escalera con el águila y le dijo que extendiera sus alas y volara. El águila saltó al gallinero y empezó a picotear maíz con las otras gallinas.
El naturalista no se dio por vencido. Llevó al águila a lo alto del establo y le dijo que extendiera las alas y se fuera volando, pero volvió a suceder lo mismo. “Esto no puede ser”, pensó el naturalista. Le preguntó al granjero si podía llevarla a un acantilado alto para intentarlo de nuevo.
El granjero se rio: “Puede probar cualquier cosa, pero le digo que el águila ha aprendido que es una gallina”.
El naturalista llevó al águila a lo alto de un acantilado y le dijo que extendiera sus alas y se fuera volando. El águila se volvió hacia la luz del sol, extendió sus alas y se elevó sobre el valle. Podemos permitir que los demás nos victimicen, incluso que traten de definirnos, pero solo cuando nos volvamos hacia la luz, hacia el Hijo de Dios, Jesucristo, nos conoceremos y apreciaremos como somos realmente.
3. Cada persona, cada alma, tiene un valor infinito y eterno. El Señor nos asegura explícitamente nuestra estima y nuestro valor para Él.
Recordad que el valor de las almas es grande a la vista de Dios;
porque he aquí, el Señor vuestro Redentor padeció la muerte en la carne; por tanto, sufrió el dolor de todos los hombres, a fin de que todo hombre pudiese arrepentirse y venir a él. [D. y C. 18:10–11]
Jesús no esperó a ver cómo íbamos a vivir nuestra vida antes de dar la Suya por nosotros. La verdad es que el valor de cada vida única es divino, infinito y no se puede quitar. El valor del alma significa el valor de toda el alma, de toda la persona: espíritu y cuerpo. Nuestro valor no lo pueden manipular otros, no puede aumentar o disminuir. Salté de alegría al descubrir las siguientes declaraciones en el maravilloso libro del élder Maxwell, Hombres y mujeres de Cristo.Hablando de conocer nuestra verdadera identidad, dijo: “Esta es una de las grandes pero subestimadas bendiciones del Evangelio restaurado. Nos asegura ampliamente nuestro valor intrínseco y nuestro mérito eterno y definitivo” (Men and Women of Christ, [Salt Lake City: Bookcraft, 1991], pág. 128).
Debido a que el valor es un aspecto absoluto de la vida, siempre existirá. Por supuesto, es difícil darnos cuenta del valor que tenemos para Dios si no vivimos Sus mandamientos. El élder Maxwell también dijo: “Hay más individualidad en los que son más santos. El pecado, por el contrario, nos priva de nuestra individualidad y nos rebaja reduciéndonos a los apetitos que envician y a los impulsos desenfrenados” (“El arrepentimiento”, Liahona, enero de 1992, pág. 34). Una persona puede perder de vista su valor, pero el valor de esa persona siempre es grande a la vista de Dios. Una vida humana siempre tiene el máximo valor porque ese valor es eterno y no se puede borrar. ¿No les parece esto genial? Es imposible no tener ningún valor. 4. La influencia del Espíritu Santo siempre produce gozo y satisfacción. Hace mucho tiempo, George Q. Cannon dio este consejo:
Os diré una regla por la cual podréis discernir el Espíritu de Dios del espíritu malo. El Espíritu de Dios siempre produce gozo y satisfacción en la mente. Cuando tenéis ese Espíritu, sois felices; cuando tenéis otro espíritu, no sois felices. El espíritu de duda es el espíritu del maligno; produce inquietud y otros sentimientos que interfieren con la felicidad y la paz. [JD 15:375]
El presidente Benson dijo: “La mayoría de nosotros considera el orgullo un pecado de los que están en la cumbre, como los ricos y los eruditos, que nos miran a nosotros por encima del hombro. (Véase 2 Nefi 9:42) Sin embargo, hay una dolencia mucho más común entre nosotros, y es la del orgullo de los que están abajo, mirando hacia arriba” (“Cuidaos del orgullo”, Liahona, julio de 1989, pág. 5). Esto significa que pensar negativamente sobre nosotros mismos es una forma de orgullo. El hombre natural es enemigo de Dios y, por lo tanto, está lleno de orgullo. Despojarse del hombre natural, en parte, significa despojarse de actitudes de autodesprecio y dejar de menospreciarnos. Una vez escuché que definían la integridad como no pensar ni decir cosas negativas sobre nosotros mismos.
¿Hasta que punto dependemos de los demás para obtener aprobación o reconocimiento del mundo y sentirnos felices? He aquí una maravillosa declaración de las enseñanzas de Confucio: “La orquídea que crece en los barrancos profundos no retiene su fragancia por falta de aprecio. El sabio se esfuerza por establecer la virtud y mantener los principios. No altera su integridad por causa de la pobreza y la angustia”.
Si no tememos el juicio de las personas, sino que nos sometemos al influjo del Espíritu, descubriremos que el Espíritu Santo nos llena de amor y gozo. ¿Por qué buscamos la felicidad en otra parte?
5. Cada persona, cada alma, es siempre amada. Juan el Amado nos enseñó que Dios es amor. “Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo Unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero” (1 Juan 4:19). “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros” (1 Juan 4:10).
No somos nosotros los que iniciamos el acto de amar. Ese es otro absoluto. Ese amor ya está presente. Siempre está presente. ¿Cómo nos conectamos con el amor de Dios? Recibimos ese amor, respondemos a él, estamos agradecidos por él; ¡lo amamos! Como Dennis Rasmussen ha escrito en su provocativo y perspicaz libro, La pregunta del Señor: Pensamientos sobre la vida como respuesta (The Lord’s Question: Thoughts on the Life of Response, Provo: Keter Foundation, 1985):
Solo al responder es que aprendo a ser responsable; solo al responder aprendo a preocuparme por algo más allá de mí mismo. [pág. 4]
[La] respuesta de la obediencia es la respuesta del amor dada libremente. [pág. 7]
En lo profundo de todo corazón humano yace el deseo de que se le conozca y ame tal como es. [pág. 9]
Dios ya conoce a ese yo. Para guiar, pero no para obligar, al hombre hacia su verdadero yo, Dios le hace una pregunta. A medida que el hombre responde con amor, llega a ser el yo que Dios conoce y desea que sea. [pág. 8]
Scott Giles, famoso por jugar fútbol americano en BYU, nos dio permiso para compartir su perspectiva:
Cuando era joven, antes de un partido en particular, me dirigí a mi mamá y le pregunté: “Mamá, ¿me querrás aunque perdamos y yo no juegue muy bien?”.
“Scott, te amo pase lo que pase. Si ganas o pierdes, te quiero igual”.
Eso trajo paz a mi corazón y me quitó la presión adicional de los hombros. Supe entonces que el amor de mi madre no se basaba en las cosas que yo hacía, sino que me amaba por lo que yo soy. En mi vida, vi que muchas personas querían estar conmigo debido a mis éxitos en el fútbol, pero su amistad y actitudes cambiaban dependiendo de si tenía éxito o fracasaba. Mientras servía en una misión SUD, aprendí que el Padre Celestial ama a todos Sus hijos. Él mira el corazón y el alma. Él no mide el valor de una persona por la forma en que se viste o las cosas que ha logrado o alcanzado. Su amor es parte intrínseca del don de la vida. A veces no logro lo que quería o no hago las cosas que debo hacer, pero aun así me caigo bien. Me gusta quién y lo que soy. Estoy agradecido por un Padre Celestial que me ama. Él me permite aprender de mis propias decisiones, pero aún así ama y valora las cosas que verdaderamente me hacen ser yo.
Este es un relato especialmente conmovedor porque creo que cuanto más talento tiene uno, más belleza, más dinero, etcétera, más difícil es darse cuenta del amor del Padre Celestial. Piensen en el vapor de tinieblas del sueño de Lehi que les impidió a las personas encontrar el fruto del árbol y participar de él. El reconocimiento y la fama pueden nublar la verdadera fuente de amor.
Además, mirar al Salvador en busca de amor no minimiza la excelencia, sino todo lo contrario. Cuando uno sabe que lo aman por ser quien es, puede aprender de sus errores en lugar de que su ego lo destruya. Sin temor al fracaso ni temor a no dar la talla, uno tiene la libertad para sobresalir; no se le obliga a nada, sino que es libre de dar, de ofrecer lo mejor de sí. La vida se convierte en un proceso de dar en lugar de recibir compulsivamente. El amor y el respeto fluyen del Padre, a través de nosotros y hacia los demás.
Me preocupa mucho leer o escuchar que la gente considera el amor de Dios condicional, como algo que debemos ganarnos. Esto disminuye bastante la omnisciencia de nuestro Salvador, nuestro Redentor. Me imaginé un escenario divertido mientras contemplaba la insensatez de pensar que el amor de Dios es condicional. Había dos ángeles asignados para ayudar a Dios. Uno era el ángel del “visto bueno” y el otro el ángel del “ceño fruncido”. Estos ángeles tenían asignado observar el comportamiento y la actitud de los seres humanos y luego informar de ello a Dios. El ángel del visto bueno hacía una lista de gente que “se había portado bien” ese día. El ángel del ceño fruncido hacía una lista de la gente a la que no le iba tan bien por varias razones, y decían cosas como: “Me odio a mí mismo”, “Subí diez libras”, “Ay, ese mandamiento es tan difícil de vivir” y “¿Cómo voy a salir en público con este cabello?” Cada ángel completaba su lista y se la entregaba a Dios y luego decía: “Esta es la gente que no te puede caer bien hoy. ¡Estos son los que sí te pueden caer bien hoy!”
¿No es una tontería imaginarse algo así? Si así funcionara realmente el amor de Dios, ¡seguramente los abogados lo mantendrían ocupado!
El amor de Dios es sincero. Su amor es siempre perfecto, siempre genuino. Ciertamente no es propenso a la manipulación. ¡Qué absurdo pensar que moldeamos el amor de Dios con nuestras acciones! Como ha explicado Trevor R. McKee: “El amor fingido busca reconocimiento y elogio. El amor sincero es la caridad” (“Love Unconditional or Love Unfeigned: Justice and Mercy in Human Development”, AMCAP Journal, vol. 12, no. 2, 1986, pág. 56).
Si el amor de Dios fuera condicional, dejaría de ser un don. Si el proceso fuera el de ganarse el amor, entonces el que se ganara el amor se llevaría el crédito. La lógica nos dice que este proceso es orgullo. Sabemos que somos amados por medio del Espíritu Santo. Si elegimos no vivir por el Espíritu, sino que elegimos vivir como el hombre natural, es menos probable que recibamos o deseemos recibir el amor de Dios.
Porque, ¿en qué se beneficia el hombre a quien se le confiere un don, si no lo recibe? He aquí, ni se regocija con lo que le es dado, ni se regocija en aquel que le dio la dádiva. [D. y C. 88:33]
Cuando recibimos el don, cuando nos sometemos al influjo del Espíritu, somos llenos de amor. Llenos de su amor, amamos a Dios, perdemos nuestro deseo de hacer lo malo y, sobre todo, queremos ser como Él y estar con Él. Una vez llenos de este amor, no podemos evitar asombrarnos de lo que siente por nosotros y estar agradecidos por quienes somos. Cuando nos damos cuenta de que el Padre Celestial ama a todas y cada una de las personas, eso nos impulsa a amar también a todas y cada una de ellas.
¿Se sienten amados? Es mi más ferviente oración que sepan que lo son.
6. Dependemos totalmente de Jesús para obtener la vida eterna. Aún debemos trabajar en la obra y en el reino, pero el almuerzo nos lo dan gratis (Véase Hugh Nibley, “Work We Must, but the Lunch Is Free” en Approaching Zion [Salt Lake City y Provo: Provo, Utah: Foundation for Ancient Research and Mormon Studies, 1989], págs. 202–51). En la Conferencia General de octubre de 1990, el presidente Hunter analizó el significado de tomar sobre nosotros el yugo del Salvador.
¿Por qué queremos llevar nuestras cargas solos?, nos pregunta Cristo, o ¿por qué insistimos en cargarlas con un apoyo temporal que pronto se acaba? Para los que llevan una carga pesada, el yugo de Cristo, o sea, la fortaleza y la paz que se obtienen luchando al lado de Dios, es lo que les dará el apoyo, el equilibrio y la fortaleza para vencer las dificultades que se presenten y para soportar lo que se requiera de ellos en esta difícil vida mortal. [“Venid a mí”, Liahona, enero de 1991, pág. 20.]
Todo lo que es real se basa en el Salvador. Dependemos completamente de Él. El Señor proveerá. Podemos dar al mundo sin esperar ni necesitar nada a cambio. Nuestra verdadera obra es Su obra; nuestro verdadero esfuerzo es simplemente amarlo a Él y hacer Su voluntad. Él es quien cambiará nuestros corazones; Él es quien nos refinará. No necesitamos hacernos los duros al ir por la vida. No solo no tenemos que progresar solos, sino que definitivamente no podemos hacerlo sin Él.
El élder Oaks enseña:
Si la justicia es un equilibrio, entonces la misericordia es el contrapeso. Si la justicia es exactamente lo que uno se merece, entonces la misericordia es más beneficio del que uno podría merecer. En su relación con la justicia y la misericordia, la Expiación es el medio por el cual se hace justicia y se extiende misericordia. Todos dependemos de la misericordia que Dios el Padre extendió a toda la humanidad mediante el sacrificio expiatorio de nuestro Señor y Salvador, Jesucristo. Esa es la realidad central del Evangelio. Es por eso que “hablamos de Cristo, nos regocijamos en Cristo, predicamos de Cristo. . . para que nuestros hijos sepan a qué fuente han de acudir para la remisión de sus pecados (2 Nefi 25:26). Nuestra dependencia total de Jesucristo para alcanzar las metas de la inmortalidad y la vida eterna es una realidad que debería dominar toda enseñanza, todo testimonio y toda acción de toda alma que ha sentido la luz del Evangelio restaurado. Si enseñamos todos los demás temas y principios con perfección y nos quedamos cortos en este, habremos fracasado en nuestra misión más importante. [“Sins, Crimes, and Atonement”, págs. 2–3]
Según el élder Maxwell: “Con demasiada frecuencia nos comportamos como si nos encontráramos en una inmensa competencia con los demás por el amor de Dios. Pero tenemos Su amor, incondicional y universalmente; es nuestro amor por Él lo que queda por probar” (Even As I Am [Salt Lake City: Deseret Book, 1982], pág. 63). El Señor le mostró a Enoc todos los habitantes de la tierra. Enoc se maravilló ante la increíble creación que tenía ante él, mientras que Jehová mismo lloraba. Y Enoc, desconcertado por esto, preguntó: “¿Cómo es posible que llores?”
Y el Señor dijo a Enoc: He allí a éstos, tus hermanos; son la obra de mis propias manos, y les di su conocimiento el día en que los creé; y en el Jardín de Edén le di al hombre su albedrío;
y a tus hermanos he dicho, y también he dado mandamiento, que se amen el uno al otro, y que me prefieran a mí, su Padre, mas he aquí, no tienen afecto y aborrecen su propia sangre. [Moisés 7:31–33]
Nuestra autopercepción es de gran importancia para el Señor. Él nos pide que no nos despreciemos a nosotros mismos ni a los demás. ¿Podemos siquiera empezar a comprender el amor que Él siente por nosotros? Su obra y Su gloria es que volvamos a casa con Él. Nosotros somos el centro de su existencia. Si confiamos en Su amor y lo recibimos en nuestra vida, desearemos caminar con Él siempre, vivir Sus mandamientos y hacer Su voluntad. No querremos que nada se interponga entre nosotros y nuestro Salvador. En su discurso edificante, “Creámosle a Cristo: Un modelo práctico de la Expiación”, Stephen E. Robinson nos aseguró que el Señor es capaz de hacer Su obra. No tenemos por qué temer; Él puede salvarnos de nuestros pecados, de nuestras debilidades, ineptitudes y cualquier otra cosa que sintamos que nos falta. Creer en Cristo es una cosa y creerle a Cristo es otra. Escuchen la descripción del hermano Robinson:
Muchos de nosotros tratamos de salvarnos a nosotros mismos, pues dejamos de lado la expiación de Jesucristo, diciendo: “Cuando lo haya logrado, cuando me haya perfeccionado… ya entonces seré digno de la Expiación. . . .” [Pero] eso es como decir: “Cuando haya sanado, tomaré la medicina. Solo entonces seré digno de recibirla”. [“Believing Christ: A Practical Approach to the Atonement”, BYU 1989–1990 Devotional and Fireside Speeches (Provo: Universidad Brigham Young, 1990), pág. 124]
En otro discurso inspirador pronunciado recientemente en este campus, “El único fundamento seguro: Edificar sobre la roca de nuestro Redentor”, Robert L. Millet testificó:
A veces tendemos a concentrarnos tanto en el hecho de que Jesucristo murió por nosotros que no prestamos atención a un aspecto igualmente importante de Su tarea redentora: el hecho de que vino a vivir en nosotros. A medida que obtenemos esa vida que está en Cristo —una vida que se recibe al procurar y cultivar el Espíritu del Señor— recibimos ese poder habilitador que nos brinda la fuerza para abandonar y vencer, un poder que no podríamos haber generado por nosotros mismos. [“The Only Sure Foundation: Building on the Rock of Our Redeemer”, Seventh Annual Book of Mormon Symposium, febrero de 1992, pág. 7]
En su rico y significativo libro El corazón quebrantado, Bruce C. Hafen ofrece una visión profunda del poder de la Expiación.
La Expiación no sólo paga por nuestros pecados, sino que sana nuestras heridas, tanto las que nos hemos causado nosotros mismos como las que provienen de fuentes ajenas a nuestro control. La Expiación también completa nuestro proceso de aprendizaje al perfeccionar nuestra naturaleza y renovarnos. De esta manera, la expiación de Cristo nos hace como Él es. Es la fuente suprema de nuestro perdón, de nuestra perfección y de nuestra paz mental. [The Broken Heart (Salt Lake City: Deseret Book Company, 1989), pág. 29]
Si dudan en lo más mínimo que puedan ser salvos por la gracia del Salvador, lean el fenomenal testimonio del élder Packer en la conferencia de abril de 1992. El élder Packer repitió las palabras de Orson F. Whitney, quién dijo:
El profeta José Smith enseñó—y nunca enseñó una doctrina más reconfortante— que el sellamiento eterno de padres fieles y las divinas promesas que se les hayan hecho por su valiente servicio en la Causa de la Verdad, los salvarían no solo a ellos, sino también a su posteridad. Aunque algunas ovejas se descarríen, el ojo del Pastor está sobre ellas, y tarde o temprano sentirán los tentáculos de la Divina Providencia extenderse hacia ellas y acercarlas de nuevo al rebaño. Ellos volverán, ya sea en esta vida o en la vida venidera. Tendrán que pagar su deuda a la justicia; sufrirán por sus pecados y tal vez anden por caminos espinosos; pero si esto finalmente los lleva, como al hijo pródigo, al corazón y al hogar de un padre amoroso que perdona, la dolorosa experiencia no habrá sido en vano. Orad por vuestros hijos descuidados y desobedientes; manteneos cerca de ellos mediante vuestra fe. Continuad con esperanza y confianza hasta que veáis la salvación de Dios. [Orson F. Whitney, CR, abril de 1929, pág. 110]
¿Planean regresar a casa algún día para estar con Jesús? ¡Él planea recibirlos ahí!
Se nos da a conocer las verdades absolutas que son la base para una autoaceptación sólida y estable:
1. Somos hijos espirituales de padres celestiales.
2. Somos almas —cuerpo y espíritu— y cada alma resucitará.
3. Cada persona, cada alma, tiene un valor infinito y eterno.
4. La influencia del Espíritu Santo siempre produce gozo y satisfacción.
5. Cada persona, cada alma, es siempre amada.
6. Dependemos totalmente de Jesús para obtener la vida eterna.
No necesitamos ganarnos estas virtudes, ni tampoco podemos ganárnoslas. Son un regalo, un don de Dios. Son la esencia de nuestro ser. Si realmente confiáramos en estos absolutos, nada más importaría lo suficiente como para hacernos elegir el pecado.
Qué maravillosa bendición es que nos enseñen en este campus hombres y mujeres que aman al Salvador. Cuán privilegiados somos de que nos dirijan profetas de Dios, de quienes el Señor ha dicho: “sea por mi propia voz o por la voz de mis siervos, es lo mismo” (D. y C. 1:38).
Ustedes, reunidos hoy aquí, han sido comisionados para bendecir al mundo.
Y he aquí, vosotros sois los hijos de los profetas; y sois de la casa de Israel; y sois del convenio que el Padre concertó con vuestros padres, diciendo a Abraham: Y en tu posteridad serán benditas todas las familias de la tierra. [3 Nefi 20:25]
Se nos ha bendecido con la verdad y se nos ha dado la responsabilidad de llevarla a todo el mundo. De todas las personas del mundo, no tiene sentido que nosotros sintamos que no somos dignos de Él y de su amor. Ese sentimiento nos aleja de Él. Lo que Él más desea es que caminemos con Él todos los días. El adversario sabe quiénes son ustedes y continuará trabajando doblemente duro para engañarlos, para impedir que cumplan con las responsabilidades de sus convenios y para que sean miserables. ¿Cómo podemos ser una luz para el mundo si estamos atrapados en el vapor de tinieblas? ¿Cómo podemos hacer la voluntad del Padre Celestial cuando estamos obsesionados con hacernos un nombre en el mundo? Isaías ha profetizado que Israel abandonará continuamente al Señor, pero el Señor nunca abandonará a Israel.
Porque, ¿puede una mujer olvidar a su niño de pecho al grado de no compadecerse del hijo de sus entrañas? ¡Pues aun cuando ella se olvidare, yo nunca me olvidaré de ti, oh casa de Israel!
Pues he aquí, te tengo grabada en las palmas de mis manos. [1 Nefi 21:15–16]
¿Confiaremos en que verdaderamente le pertenecemos a nuestro Redentor? ¿Tendremos la fe para vernos a nosotros mismos como nos ve el Señor?
Para el Salvador, somos de valor infinito. Al amarlo, tener fe en Él y desear ser como Él, será Jesús quien nos cambiará, nos perfeccionará y nos llevará a casa. Y entonces nos dará todo lo que tiene. ¿Cómo podríamos desear otra cosa?
No hay nada más grande que Su amor por nosotros. Ruego humildemente que conozcamos Su amor, que aceptemos Su amor en nuestra vida y que nos demos cuenta de nuestra total dependencia de Él. Entonces nuestra “confianza se fortalecerá” (D. y C. 121:45). Entonces sentiremos verdadera gratitud por quienes somos y nos maravillaremos de Su bondad para con nosotros. Entonces conoceremos la asombrosa paz que proviene de Él, incluso en esta vida, esa paz “que sobrepasa todo entendimiento” (véase D. y C. 59:23; Filipenses 4:7).
¡Sé que Jesús vive! Amo y adoro a mi Redentor. Jesucristo es la fuente de todo lo que es real y verdadero. Él anhela que cada uno de nosotros sepa que somos valiosos a su vista. Digo esto en el nombre de Jesucristo. Amén.
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Barbara Day Lockhart era profesora en el Departamento de Educación Física de la Universidad Brigham Young cuando dio este discurso devocional el 12 de mayo de 1992.