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Devocional

“En el mundo tendréis aflicción. Pero confiad; yo he vencido al mundo”

30 de abril de 2004

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En medio de todas nuestras pesadumbres terrenales, Jesucristo ha vencido al mundo. Venid, regocijémonos.


Tenemos la intención de modificar la traducción cuando sea necesario. Si tiene alguna sugerencia, escríbanos a speeches.spa@byu.edu

Al paralítico que yacía inerte en una cama, Jesús le proclamó: “Ten ánimo” (Mateo 9:2). A los asustados apóstoles que luchaban contra el mar tempestuoso, Jesús se les apareció sobre el agua y les declaró: “Tened ánimo” (Mateo 14:27). A Nefi, el hijo de Nefi, que estaba sujeto a una ley arbitraria que amenazaba su vida y la de otros nefitas justos si las señales profetizadas por Samuel el lamanita no ocurrían, el Señor le dijo: “Alza la cabeza y sé de buen ánimo” (3 Nefi 1:13). Cuando José Smith se reunió con diez élderes que estaban a punto de ser enviados, de dos en dos, a misiones llenas de problemas y peligros, el Señor anunció: “Sed de buen ánimo” (D. y C. 61:36). En cada caso, estas personas tenían motivos válidos para estar ansiosos, temerosos y desesperados; sin embargo, el Señor los dirigió hacia una razón para regocijarse.

¿Cómo suena la admonición del Señor de tener buen ánimo cuando se aplica a ustedes y a mí en nuestro mundo actual? Cuando las incertidumbres económicas, las amenazas terroristas y la corrupción ocupan los titulares de los canales de noticias, ¿dónde intervienen las buenas nuevas del Evangelio? Cuando experimentamos pérdidas personales de tantas maneras y tan frecuentemente, ¿quedará algo que nos brinde buen ánimo?

La clave para tener buen ánimo

Encontramos la clave para entender esta aparente contradicción en el contexto de la Última Cena. Al dirigirse a los apóstoles en Sus momentos finales antes de Getsemaní, Jesús dijo: “En el mundo tendréis aflicción, pero confiad; Yo he vencido al mundo” (Juan 16:33). “¿Cómo fue posible para los Doce confiar y tener buen ánimo?”, preguntó el élder Neal A. Maxwell.

La inimaginable agonía de Getsemaní estaba a punto de descender sobre Jesús; la traición de Judas era inminente. Luego vendría el arresto y la acusación de Jesús; la dispersión de los Doce como ovejas; la terrible flagelación del Salvador; el juicio injusto; el grito estridente de la muchedumbre por Barrabás en lugar de Jesús; y luego la terrible crucifixión en el Calvario. ¿Qué les quedaba que pudiera brindarles buen ánimo? Tal como dijo Jesús: ¡Él había vencido al mundo! La Expiación estaba a punto de hacerse realidad. La resurrección de todo el género humano estaba asegurada. La muerte iba a ser eliminada; Satanás no había logrado detener la Expiación. [But a Few Days (Salt Lake City: The Church of Jesus Christ of Latter-day Saints, 1983), 4]

Deseo centrar mis palabras de hoy en la función del poder habilitador de Cristo en nuestra capacidad de tener buen ánimo en medio de la oscuridad y la desesperación de la vida terrenal. El infortunio y las dificultades pierden su tragedia cuando se ven a través del lente de la Expiación. El proceso podría explicarse de esta manera: cuanto más conocemos al Salvador, más se agranda nuestra visión. Cuanto más vemos Sus verdades, más sentimos Su gozo. Pero una cosa es saber cuál es la respuesta correcta en una clase de Escuela Dominical y otra muy distinta es experimentar de primera mano una actitud de buen ánimo cuando las circunstancias actuales están lejos de lo que esperábamos. Si pudiéramos desarrollar la fe necesaria para aplicar la Expiación de esta manera y no simplemente hablar de ella, podríamos comprender de manera significativa las limitaciones imaginarias y finitas que a menudo colocamos sobre el sacrificio infinito del Salvador. Consideren dos suposiciones falsas que, si las creyéramos, bloquearían nuestro acceso a la ayuda divina del Señor y nuestro aprecio por ella.

Falsa suposición 1: Podemos evitar la tribulación

La primera es la falsa suposición de que, si somos lo suficientemente buenos, podemos evitar que nos sucedan cosas malas a nosotros y a nuestros seres queridos. Si tan solo guardamos todos los mandamientos, pagamos un diezmo íntegro, oramos y estudiamos las Escrituras a diario, podemos apaciguar a Dios, ganarnos Su benevolencia y así asegurarnos Su protección contra el dolor, los accidentes y las tragedias. Cuando ese tipo de pensamiento nos guía, “queremos la victoria sin batalla”, observó el élder Maxwell, “y esperamos medallas simplemente por ser espectadores” (Men and Women of Christ [Salt Lake City: Bookcraft, 1991], 2). Las pruebas seguramente vendrán, incluso cuando estemos tratando de hacer todo bien. El élder Richard G. Scott advirtió que “en el preciso momento en que todo parece ideal, a veces surgen simultáneamente múltiples dificultades”. Él explica que “la otra razón de la adversidad es que se cumplan los propósitos del Señor de que seamos refinados por las pruebas” (“La confianza en el Señor”, Liahona, enero 1996, 18).

Si creemos que Dios nos protegerá de la tribulación debido a nuestra obediencia y luego la adversidad nos golpea, podemos sentirnos tentados a acusar a Dios de no escuchar nuestras oraciones o, peor aún, de no honrar Sus promesas. La obediencia a Dios no es un seguro contra el dolor y la tristeza. Algunas cosas desagradables vienen como parte de este ámbito telestial. Los desafíos siempre se han incluido en el gran plan de Dios para probar nuestra fe, para estimular en nosotros el crecimiento, la humildad y la compasión. La aflicción y los desafíos fueron divinamente diseñados para llevarnos al punto donde no tengamos a dónde acudir sino a Dios.

La tierra fue maldecida por causa de Adán y a Eva se le prometió que sus dolores (o sus dificultades) se multiplicarían (véase Génesis 3:16–17). El apóstol Pablo reconoció: “Me fue dado un aguijón en mi carne, . . . que me abofetee, para que no me enaltezca sobremanera” (2 Corintios 12:7). El Señor requirió que Saríah enviara a sus hijos de nuevo al peligro antes de que ella estuviera convencida de la voluntad de Dios para su familia (véase 1 Nefi 5:1–8). La misión de Cristo nunca tuvo como fin evitar que los corazones se rompieran, sino sanar corazones quebrantados; vino a enjugar nuestras lágrimas, no a asegurarse de que nunca lloráramos (véase Apocalipsis 7:17). Él prometió claramente: “En el mundo tendréis aflicción” (Juan 16:33).

Falsa suposición 2: Podemos confiar en nuestros propios esfuerzos

Una segunda suposición falsa cuando afrontamos tribulaciones puede ser igualmente destructiva para nuestra fe en Cristo. Podemos llegar a la conclusión de que las dificultades se deben a que no hemos hecho suficiente bien en el mundo.

Podemos creer que el buen ánimo duradero se consigue con nuestro propio afán y esfuerzo. Después de todo, somos mujeres brillantes, capaces e ingeniosas. Al considerar la tribulación y la expiación del Señor desde este punto de vista, podemos fijarnos en el pasaje de las Escrituras que dice: “es por la gracia por la que nos salvamos, después de hacer cuanto podamos” (2 Nefi 25:23), y deducir que primero debemos demostrar nuestro valor mediante nuestra obediencia y nuestra rectitud antes de que el sacrificio del Señor nos cubra o Su gracia nos habilite. Confiar en nuestros propios esfuerzos en lugar de reconocer humildemente a Dios se refleja en la percepción de la superioridad moral.

Cuando miramos a través del lente de nuestra rectitud y nos consuelan nuestros buenos esfuerzos, la idea de depender totalmente de Cristo (véase 2 Nefi 31:19Moroni 6:4) parece un poco arriesgada. Escuchen una serie de sentimientos en cadena que una perspectiva así puede producir: ¿Qué sucede si dependo de Dios, pero Él no me contesta cuando necesito Su ayuda inmediata? Con todos los graves problemas que hay en el universo, ¿por qué habría de tener tiempo o interés en mi crisis personal? Por otra parte, si organizo mi vida cuidadosamente y pienso de forma inteligente, podría resistir la tentación y no tener que apoyarme en el Señor para recibir ayuda en absoluto. Es más, entonces no seré uno de los que contribuyeron a Su sufrimiento en el Getsemaní. Si tan solo utilizo mis habilidades y mi cerebro, puedo ayudar al Señor en lugar de recurrir a Su fortaleza. Después de todo, mucha gente por aquí está en peores circunstancias que yo.

Sin querer, cuando razonamos de esta manera, sonamos inquietantemente similares al sermón humanista de Korihor en el Libro de Mormón de que “en esta vida a cada uno le tocaba de acuerdo con su habilidad; por tanto, todo hombre prosperaba según su genio, todo hombre conquistaba según su fuerza” (Alma 30:17), argumentando así que sus oyentes no tenían necesidad de Cristo ni de Su expiación. “Y así les predicaba [Korihor], desviando el corazón de muchos, … sí, incitando a muchas mujeres, y también hombres, a cometer fornicaciones” (Alma 30:18).

Al sentirnos temerosas e inquietas por lo inesperado, nuestra fe en Cristo se desvanece para “satisfacer nuestro orgullo” con “nuestra vana ambición” (D. y C. 121:37). Tal pensamiento conduce fácilmente a justificar las malas acciones porque tenemos el control; sabemos más que los demás, así que el pecado no es un problema para nosotros. Nuestros esfuerzos se centran en el éxito personal para demostrar que no necesitamos a nadie más. Si tan solo logramos controlar nuestro mundo —nuestras adicciones en todas sus variedades, nuestros trastornos alimenticios y nuestra obsesión por la delgadez, nuestra insistencia en que nuestra casa esté siempre impecable, nuestra fascinación por las manifestaciones externas de educación y éxito— entonces finalmente podremos tener buen ánimo. El hecho que, en la respuesta a las enseñanzas de Korihor, las Escrituras mencionan a las mujeres antes que los hombres es una redacción curiosa. No sé todo lo que esas palabras podrían implicar, pero al menos podemos concluir que las mujeres no estaban exentas y tal vez incluso se sentían particularmente atraídas por la filosofía de Korihor de prosperar de “acuerdo con su habilidad”. 

Cristo declaró: “En el mundo tendréis aflicción. Pero confiad, yo he vencido al mundo” (Juan 16:33; énfasis agregado). Él no dijo que debíamos vencer al mundo o que Él venció al mundo solo por los débiles que no eran lo suficientemente inteligentes o fuertes para hacerlo por sí mismos. El Salvador dijo: “Yo he vencido al mundo”.

Cristo ha vencido al mundo

Los profetas de todas las épocas han testificado que la gracia de Cristo es suficiente. Suficiente significa “que basta” o “tanto como sea necesario”. Los profetas también nos recuerdan nuestra propia nulidad y deuda con Cristo; que somos menos que el polvo de la tierra; que sin Él somos siervos improductivos (véase Mosíah 2:21–25); y que

ninguna carne …  puede morar en la presencia de Dios, sino por medio de los méritos, y misericordia, y gracia del Santo Mesías, …

… Él intercederá por todos los hijos de los hombres; y los que crean en él serán salvos. [2 Nefi 2:8–9]

El apóstol Pablo aprendió esa lección. Posiblemente el misionero con mejor preparación que ha conocido este mundo, Pablo era brillante en idiomas, altamente instruido en la religión judía y bien versado en la cultura y filosofía grecorromana de su época. Basándose en su rica educación e intelecto superior, intentó enseñar a los intelectuales de Atenas acerca de Cristo como su “Dios no conocido” (véase Hechos 17:23), citando a sus poetas y valiéndose de su filosofía. Si bien el conocimiento y la presentación de Pablo pudieron haber sido impresionantes para su audiencia erudita, su enfoque académico en Atenas produjo una cosecha decepcionante.

De Atenas, Pablo viajó a Corinto, donde tuvo un éxito tremendo. Más tarde, en una epístola a los santos de Corinto, Pablo explicó su enfoque misional entre ellos, posiblemente un nuevo planteamiento tras su experiencia en Atenas:

Así que, hermanos, cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría.

Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a este crucificado.

Y estuve entre vosotros con debilidad, y mucho temor y temblor;

y ni mi palabra ni mi predicación fueron con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder. [1 Corintios 2:1–4]

Confiar en que el Señor nos sostendrá en nuestras pruebas y que nos dará lo que hemos de decir y hacer en el momento en que lo necesitemos puede ser aterrador cuando nos hemos acostumbrado a confiar en nuestras propias habilidades familiares. ¿Por qué Pablo estaba dispuesto a dejar a un lado sus conocimientos académicos, cuando era evidente que impresionarían a los investigadores de su religión? Explicó, “para que vuestra fe no estuviese fundada en la sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios” (1 Corintios 2:5).

El LDS Bible Dictionary (Diccionario Bíblico SUD) describe la gracia como

un medio divino de ayuda o fortaleza que se da mediante la abundante misericordia y amor de Jesucristo …

… Mediante la … fe en la expiación de Jesucristo y el arrepentimiento de sus pecados, [las personas] reciben fortaleza y ayuda para efectuar buenas obras que de otro modo no podrían realizar si tuvieran que valerse de sus propios medios. [“Grace”]

La Expiación no solo nos bendice después de obedecer, sino que en realidad es el poder que nos sostiene mientras actuamos. Asimismo, José Smith aprendió que “de acuerdo con la gracia de nuestro Señor” (D. y C. 20:4), se le dieron “mandamientos que lo inspiraron; y . . . poder de lo alto” (D. y C. 20:7–8). Por la gracia magnánima de Cristo, Él nos da mandamientos, no para limitar y restringir, sino para inspirarnos y fortalecernos hasta que podamos comprender y realizar todo lo que Él nos invita a tener en nuestras vidas.

Cuando miramos a través del lente clarificador que muestra que Cristo ya ha vencido al mundo, el pasaje de las Escrituras “es por la gracia por la que nos salvamos, después de hacer cuanto podamos” (2 Nefi 25:23) nos muestra algo muy diferente. ¿Qué es “hacer cuanto podamos”? Un grupo de lamanitas convertidos, los anti-nefi-lehitas, reconocieron la respuesta. Su líder enseñó sabiamente con respecto a hacer cuanto podamos: “nos ha costado tanto arrepentirnos de nuestros pecados . . . y lograr que Dios los quitara de nuestros corazones” (Alma 24:11). Esos humildes santos deseaban complacer a Dios mucho más que recibir la aceptación de sus parientes. Manifestaron su arrepentimiento sincero al enterrar sus armas de guerra y hacer un convenio con Dios.

Nosotros podemos hacer lo mismo. Podemos admitir que hemos pecado y que necesitamos la redención del Señor. Podemos reconocer Su poder, bondad y nuestra constante necesidad de Su influencia sustentadora y fortalecedora. Podemos enterrar nuestras armas de guerra, herramientas que solemos utilizar para sobrevivir sin Él y que solo sirven para fortalecer nuestro orgullo y nuestra percepción de superioridad moral.

Vi a una joven estudiante hacer esa conexión este semestre. Después de estudiar las extraordinarias epístolas del apóstol Pablo, ella comentó a la clase:

Pablo enseñó que la gracia de Cristo suplirá todo lo que nos falte, si tenemos fe en Él. Durante este semestre, se me llamó a enseñar Doctrina del Evangelio en mi barrio. Este fue el llamamiento más aterrador para mí porque simplemente no soy de las que se paran frente a una clase, especialmente durante 45 minutos. Sin embargo, mientras me preparaba para mi primera lección, recordé lo que Pablo dijo acerca de la gracia de Cristo. Así que preparé todo lo que pude y luego oré intensamente para que la gracia de Cristo compensara todo lo que me faltaba. Lo que sucedió fue increíble. Fue increíble porque no era yo. El Espíritu era muy fuerte y la lección fue muy poderosa porque la gracia de Cristo suplió la diferencia entre mi preparación y lo que necesitaba enseñarse a través del Espíritu. Su gracia es un don poderoso. No es algo que podamos ganarnos.

Sed de buen ánimo

En el contexto de las Escrituras, el buen ánimo connota un optimismo divinamente asegurado, “una profunda confianza en los designios de Dios” (Neal A. Maxwell, “But a Few Days”, pág. 4), una firme convicción de que Dios siempre cumplirá Sus promesas. Cuando Cristo proclama: “Confiad”, no está pidiendo una respuesta ingenua de buen ánimo, como la de Pollyanna, a los crueles giros y vueltas de la vida. Ni tampoco promete una vida sin dolor y de felicidad constante. Los desafíos no hacen acepción de personas. La tragedia y las dificultades no discriminan. Nuestro mundo ve oposición entre ricos y pobres, hombres y mujeres, justos así como inicuos. Y aunque la creciente deshonestidad y vanidad en nuestra sociedad son evidentes, el Salvador oró específicamente a Dios: “no ruego que los quites del mundo” (Juan 17:15). “Porque en este mundo vuestro gozo no es completo”, Él enseñó, “pero en mí vuestro gozo es cumplido” (D. y C. 101:36). ¿De qué otra manera aprendemos que la verdadera satisfacción se encuentra solamente al alejarse del mundo y venir a Cristo?

Sólo después de temer la pérdida de sus hijos y darse cuenta de que el testimonio que su esposo, el profeta, tenía de Cristo no era suficiente para sostener el suyo propio, Saríah encontró al Señor por sí misma y declaró:

Ahora sé con certeza que el Señor ha mandado a mi marido que huya al desierto; sí, y también sé de seguro que el Señor ha protegido a mis hijos, los ha librado de las manos de Labán y les ha dado poder para llevar a cabo lo que el Señor les ha mandado. [1 Nefi 5:8]

Saríah descubrió que la gracia de Cristo era suficiente. Y cuando los hijos regresaron a la tienda de su padre, Nefi informó: “Nuestro padre . . . se llenó de gozo, y también mi madre Saríah se regocijó en extremo” (1 Nefi 5:1). Naturalmente, tanta alegría y buen ánimo llegaron porque sus hijos regresaron sanos y salvos. Pero ese gozo se manifestó también en su testimonio de que el poder del Señor permitió a sus hijos hacer buenas obras que de otra manera no habrían podido hacer por sus propios medios.

Después de sufrir persecución física y emocional a lo largo de años de labor misional, Pablo acabó en una prisión romana y luego declaró:

He aprendido a contentarme con lo que tengo.

Sé vivir humildemente, y sé tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado, tanto para estar saciado como para tener hambre, tanto para tener abundancia como para padecer necesidad.

Todo lo puedo en Cristo que me fortalece. [Filipenses 4:11–13]

¿Qué significa esto para cada una de las que estamos hoy aquí? Puedo comenzar por reconocer que he tenido tribulaciones de las cuales nadie más podía librarme sino el Señor. Circunstancias que nunca elegiría por voluntad propia me han hecho arrodillarme y acudir a Dios. Y, además, espero más pruebas en el futuro, porque Dios me ama.

Aunque el Señor promete claramente: “En el mundo tendréis aflicción” (Juan 16:33), los desafíos de la vida rara vez son los mismos para ustedes que para mí. También puedo reconocer que ustedes tienen desafíos que probablemente yo nunca experimentaré, desafíos y cruces que serán tan exigentes para sus almas como los míos lo son para mí. Puedo resistir la tentación de asumir el papel del Gran Médico anunciándoles en su desesperación: “Tengan buen ánimo” o “Comprendo exactamente cómo se sienten”, siendo consciente de que tanto ustedes como yo necesitamos recibir de Su voz este mensaje para ser sanadas. Él es el único que realmente comprende nuestro pesar. Solo Él ha sentido nuestro dolor personal.

Pero también puedo llegar a conocer al Señor y elegir dar testimonio de Su don supremo cada vez que tengo la oportunidad de hablar o enseñar. Puedo darme cuenta de que haré más para ayudar a otra persona a encontrar al Señor al admitir mi total dependencia de Cristo en mis acciones y conversaciones informales que haciendo alarde de una apariencia exterior aparentemente perfecta, que con demasiada frecuencia comunica que ya no lo necesito a Él. Deberíamos estar compitiendo contra el pecado, no tratando de determinar quién necesita menos al Salvador. Cuando reconocemos que cada uno de nosotros enfrenta dificultades; que el Salvador venció al mundo; que Él ha elevado, fortalecido y dado visión a cada una de nosotras de maneras muy personales, nos daremos cuenta de que nunca estamos solas. Sentiremos paz interior a pesar de que la crisis exterior todavía cause estragos. Estaremos llenas de esperanza e incluso buen ánimo.

Conclusión

La letra de uno de nuestros himnos sacramentales en inglés refleja una gran razón para levantar la cabeza y regocijarnos:

Ninguna criatura es tan insignificante,

No hay pecador tan depravado,

Que no sienta tu santa presencia,

Y por tu amor sea salvo.

Aunque amigos cobardes te traicionen,

Ellos sienten el abrazo de tu amor

Los mismos enemigos que te matan

Tienen acceso a Tu gracia.

Tu sacrificio trascendió

Las exigencias de la ley mortal;

Tu misericordia se extiende

A cada era y a cada tierra.

Satanás ya no puede dañarnos,

Aunque la lucha sea larga,

Ni el miedo a la muerte nos alarma;

Vivimos, oh Señor, por medio de ti.

[“O Savior, Thou Who Wearest a Crown”, Hymns, 1985, nro. 197, versículos 2 y 3]

Hermanos y hermanas, ¡Jesucristo ciertamente ha vencido al mundo! Así como las tinieblas no tienen poder cuando aparece la luz, el mundo no puede vencer ni comprender la Luz del mundo (véase Juan 1:5). Él es el Vencedor, que vino a la tierra “con sanidad en sus alas” (3 Nefi 25:2) tanto para nosotros como para aquellos que nos decepcionan. Él no nos abandonará. Él nos guía incluso cuando no conocemos todas las respuestas. Al igual que Saríah y el apóstol Pablo, que hallaron el amor incomparable del Salvador en su aflicción, nosotros también podemos conocer Su gracia en nuestra profunda necesidad.

Así como la mamá gallina cubre a sus polluelos con sus alas, así el Redentor nos rodeará con Su envolvente poder si venimos a Él (véase Mateo 23:37). Hay lugar bajo esas alas para todos nosotros, porque Él declara:

Sed de buen ánimo, pues, y no temáis, porque yo, el Señor, estoy con vosotros y os ampararé; y testificaréis de mí, sí, Jesucristo, que soy el Hijo del Dios viviente; que fui, que soy y que he de venir. (D. y C. 68:6).

Es cierto que vivimos en una época de guerra, una época de conflictos y terrores no solo entre las naciones, sino dentro de nuestro propio corazón. Pero Aquel que es el bálsamo de Galaad (véase Jeremías 8:22) es el Autor de toda la creación; sólo en Él se encuentran la paz y la serenidad. En medio de todas nuestras pesadumbres terrenales, Jesucristo ha vencido al mundo. Venid, regocijémonos. En el nombre de Jesucristo, el Salvador, amén.

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Camille Fronk

Camille Fronk era profesora de escrituras antiguas en la Universidad de Brigham Young cuando dio este discurso en la Conferencia para mujeres el 30 de abril de 2004.