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Devocional

Sobre fallar y terminar

Profesora, Escuela de Contabilidad

14 de febrero de 2017

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Cometer errores es simplemente parte de la condición humana y puede ser una de sus herramientas de aprendizaje más productivas. Sí, es necesario reconocer los errores. Pero más que eso, deben encontrar la manera de seguir adelante a pesar de ellos.


Tenemos la intención de modificar la traducción cuando sea necesario. Si tiene alguna sugerencia, escríbanos a speeches.spa@byu.edu

Sigue adelante a pesar de los errores

La música siempre ha sido una parte muy importante de mi vida. Casi todos los recuerdos importantes de mi niñez incluyen música de algún tipo: cantar con mi familia en viajes de carretera para pasar el tiempo y aprender música de cuarteto de barbería con mi mamá y mis hermanas. También nos gusta escuchar a la banda de Tijuana Brass en el tocadiscos  mientras decoramos nuestro árbol de Navidad; cantar la canción favorita de mi padre, “Cuando hay amor” (véase Himnos, 2002, nro. 194), para la noche de hogar; y admirar a mi madre mientras tocaba el órgano en la reunión sacramental cada semana. Algo que sigue haciendo a la temprana edad de ochenta años. Dado que la música desempeñó un papel tan prominente en mi juventud, no les sorprenderá saber que tomé lecciones de piano durante diez años, desde los ocho hasta los diecisiete años.

Mi primera maestra de piano, la llamaremos Sra. Smith, era muy estricta y tenía grandes expectativas de dominio. Durante mi lección, a menudo seguía la música con un lápiz mientras yo tocaba. A veces, después de tocar una nota incorrecta o usar un dedo equivocado, la Sra. Smith me daba un golpecito en los dedos con ese lápiz. Ella tenía la intención de ayudarme a reconocer el error para poder corregirlo. Lamentablemente, después de varias experiencias con el temido lápiz, aprendí que la manera menos dolorosa de manejar mis errores musicales era quitar las manos de las teclas lo antes posible.

Ese hábito de detenerse bruscamente después de un error también se reforzó involuntariamente cuando practicaba en casa. Nuestro piano estaba situado en una pared que estaba enfrente de nuestra cocina; de hecho, estaba de espaldas a nuestro horno. A menudo practicaba mientras mi madre hacía la cena al otro lado de la pared. Cuando yo cometía un error, ella emitía un sonido “ah” entrecortado. Sobresaltada, mis manos se apartaban de las teclas.

Sé que no era lo que pretendía, porque la oía hacer lo mismo cuando cometía sus propios errores al tocar el órgano o el piano. Todavía hace esto hoy en día, pero solo en la práctica. Cuando toca el órgano o el piano, usualmente comete pocos errores, pero cuando se producen, apenas se notan. Puede seguir adelante a pesar de un error como si nada hubiera pasado. Yo, por otra parte, no puedo.

La mayoría de mis recitales de piano con la Sra. Smith eran en la capilla de mi barrio. Eran ocasiones reverentes; no había aplausos al final de cada presentación, solo sonrisas corteses de la audiencia mientras cada uno tomaba su turno en el gran piano. No se nos permitía usar nuestra partitura, así que para mí, subir esos tres escalones rojos y aterciopelados hasta el piano se sentía como entrar en una batalla desarmada. Estaba aterrorizada de cometer un error, quitar mis manos de las teclas y no poder encontrar la posición correcta de nuevo.

Este terror a presentarme en público me acompañaría en la adultez. Cuando aún estaba en los primeros años de mi carrera en contabilidad pública y tenía dos hijos pequeños en casa, me llamaron como pianista de la Sociedad de Socorro.

La primera semana fue un desastre. Avancé con dificultad a través de algunas piezas de preludio ubicadas en la parte posterior del libro de Canciones para los niños (escogido por su sencillez) y luego hice un poco de respiraciones profundas para calmarme durante los anuncios. Entonces llegó el momento. Empecé a tocar los primeros acordes de la canción de apertura, pero antes de que pudiera terminar la introducción, toqué una nota equivocada y, como era de esperarse, quité mis manos rápidamente de las teclas. Desconcertada durante uno o dos compases, intenté desesperadamente recuperar el ritmo. Como de costumbre, la corista guió a todos a través de los versos. Cuanto más cantaban, peor tocaba yo, hasta que me reduje a solo sacar la línea de melodía para el último verso.

Cada semana, la situación se repetía como una vieja parodia hasta que, por casualidad, alguien de la presidencia me preguntó si quería una llave de la iglesia para poder practicar. Lo rechacé cortésmente, explicando que en realidad tenía un piano en casa. Me relevaron en menos de un mes.

Hasta el día de hoy, cuando practico en casa en completa soledad, no logro tocar sin interrupciones “Oh dulce, grata oración” (Himnos, nro. 78), el más sencillo de los himnos, a menos que tenga la improbable suerte de hacerlos sin errores. Por eso intento no hacer alarde de mi experiencia en el piano (supongo que ahora todos lo saben). Me paralizan tanto mis errores que no tengo ninguna utilidad práctica en el piano.

Puede ser fácil decir que esta parálisis no es culpa mía y que el estilo de enseñanza tuvo algo de culpa. Pero no puedo responsabilizar a la Sra. Smith ni a mi madre de este problema. Verán, mi hermana, Terry, tenía la misma profesora de piano con el mismo lápiz, la misma madre con el mismo “ah” que salía de la cocina y los mismos escenarios de recitales. Pese a ello, ha acompañado a muchos artistas, ha tocado en fiestas de empresa, ha tocado el piano y el órgano en la iglesia y, en general, ha bendecido la vida de los demás con su formación musical y su talento.

Cuando uno se deja paralizar por sus errores, disminuimos nuestra capacidad de ser útil en el reino de Dios. Cometer errores es simplemente parte de la condición humana y puede ser una de sus herramientas de aprendizaje más productivas. Sí, es necesario reconocer los errores. Pero más que eso, deben encontrar la manera de seguir adelante a pesar de ellos.

Empecé a tocar el ukelele hace varios años, cuando me llamaron para dirigir el campamento de Mujeres Jóvenes. Gracias a todo mi tiempo de formación pianística, aprendí una gran cantidad de canciones de campamento en unas pocas semanas. Todavía me encanta tocar el ukelele mientras mi familia canta, y para el deleite sempiterno de mis alumnos, a veces lo utilizo para escribir pequeñas canciones educativas sobre contabilidad, podría agregar. Sigo cometiendo errores con mi ukelele, pero no me impiden seguir adelante.

Las historias que he escogido contarles hoy no son fáciles de compartir. Estos no son los momentos más gloriosos de mi vida, y por lo general prefiero mostrar mi lado seguro y profesional en público. Sin embargo, he aprendido a apreciar la importancia de la debilidad y la fortaleza que proviene de reconocerla. Espero que al compartir algunos de mis fracasos encuentren algo de aprecio por los suyos.

Presentarse e intentarlo

Hace tres años, varios miembros de la facultad de nuestro departamento optaron por realizar juntos un curso para instructores de esquí. La idea era que pudiéramos pasar las tardes de los viernes aprendiendo a enseñar algo completamente ajeno a nuestras competencias y, al mismo tiempo, disfrutar juntos de un rato de recreación y, en general, profundizar nuestras amistades. Algunos de nosotros, yo incluida, invitamos a nuestros cónyuges a unirse a la diversión también.

Nos reunimos por primera vez en un salón de clases y nos presentamos a nuestros nuevos compañeros de clase. En el proceso, los estudiantes comentaron sus propias habilidades como esquiadores, y me di cuenta, con cierto temor creciente, de que probablemente yo era la menos preparada para las expectativas del curso.

La semana siguiente nos reunimos en Sundance y pasamos bastante tiempo en la zona plana junto al teleférico, aprendiendo cómo orientar a un principiante a usar el equipo, cómo enseñar a alguien a ponerse y sacarse los esquís, y cómo subir y bajar del teleférico. Nos divertimos con un par de juegos sencillos juntos, y recuerdo haberme sentido un poco más segura acerca de mi lugar en el grupo. Todo iba relativamente bien para mí en la clase, hasta que subimos en el teleférico Arrowhead hasta la cima del complejo.

Antes de subir al teleférico, nos habían instruido salir hacia la derecha en la cima, esquiar con dirección al comienzo de la pista Bear Claw, y luego mirar hacia abajo, a la izquierda, donde veríamos a los instructores reuniendo a la clase. Se suponía que luego nos uniríamos al grupo, después de lo cual seríamos divididos por habilidad antes de bajar la montaña. Llegué a la cima de Bear Claw sin demasiados problemas, pero cuando miré para ver a mis compañeros esquiando hacia el punto de encuentro, me quedé congelada. Si seguía a mis compañeros, tendría que esquiar en lo que parecía ser un ángulo imposible. Nunca había esquiado en algo así antes, y de inmediato comencé a buscar otras opciones.

Decidí que en lugar de esquiar directamente hacia abajo de la montaña, simplemente esquiaría horizontalmente, de un lado a otro, lo que me permitiría realizar un descenso menos pronunciado hacia el lugar deseado. Respiré profundamente y me dirigí hacia la derecha, hacia los árboles, luego realicé un giro lo más cerrado que pude para volver hacia mi clase. Desafortunadamente, mis cálculos estaban errados, o tal vez mi movimiento de cruzar mis piernas en forma de “V” era ineficaz, y pude ver que estaría significativamente por debajo del resto de la clase al completar mi épico regreso a través de la pendiente de la montaña. Avergonzada por este descubrimiento, perdí el equilibrio y caí.

Mark, uno de los instructores del curso, se apresuró a acercarse para darme un par de indicaciones. Después de lo que debieron de ser unos momentos frustrantes para él, avisó al grupo que se quedaría conmigo y que los demás deberían seguir adelante. La clase se había dividido en grupos: los esquiadores avanzados, entre los cuales se encontraba mi esposo, Spencer; los esquiadores intermedios y yo. Fue humillante.

Mark se quedó conmigo e hizo todo lo posible por guiarme por la montaña, y dado que no tenía otras opciones, hice todo lo posible por escuchar sus consejos e imitar sus movimientos. No recuerdo gran parte de ese día. Recuerdo que cambiaba constantemente mi atención entre las pacientes instrucciones de Mark y mis propios pensamientos sobre la inutilidad de todo aquel esfuerzo.

Ese viernes salí de Sundance sin saber si alguna vez regresaría a la clase. Incluso me preocupaba lo que pasaría cuando volviera a ver a mis colegas el lunes por la mañana. Esperaba que me tomaran el pelo y se burlaran de mí, pero en lugar de eso, todos se limitaron a hablar de lo divertido que era hacer algo diferente juntos. Para mi sorpresa, nadie prestó atención a mi falta de habilidad; en cambio, se enfocaron en sus propias mejoras y en su deseo de seguir aprendiendo. Su entusiasmo era contagioso y decidí en privado que terminaría la clase.

Al principio esquié sola muchas veces, y fue difícil. No me convertí en una esquiadora increíble de la noche a la mañana, ni siquiera con el tiempo. Me sumé al grupo intermedio para unas cuantas bajadas cerca del final del curso, pero siempre fui la última en bajar la montaña. Aun así, incluso yo podía ver que había mejorado.

Esta experiencia me hizo apreciar profundamente el valor de “intentar”. Simplemente estar presente y comenzar desde su situación actual es todo lo que se les puede requerir. Independientemente de su nivel de experiencia, sus fracasos o su percepción de su propio potencial, dondequiera que se encuentren en la vida, solo tienen que presentarse a intentarlo. Procuren escuchar con atención las instrucciones pacientes del Salvador, intenten imitar Sus movimientos, esfuércense por ignorar los pensamientos negativos cuando sus acciones no estén a la altura, y concentren su atención en la alegría del aprendizaje en lugar de centrarse en la derrota del fracaso. Y en medio de “intentar”, reconozcan que otras personas a su alrededor están en medio de su propio “intentar”. Celebren su progreso, incluso cuando parezcan estar más avanzados que ustedes, y bríndenles apoyo cuando no alcancen sus metas.

En mi propio salón de clases he visto por experiencia que el fracaso es una de las mejores maneras de generar un aprendizaje intelectual duradero. Permítanme compartir algo de los autores de Make It Stick: The Science of Successful Learning (La ciencia del aprendizaje exitoso):

Los intentos infructuosos de resolver un problema estimulan un procesamiento profundo de la respuesta cuando esta se suministra posteriormente, creando un terreno fértil para su codificación, de una manera que simplemente leer [o recibir la respuesta] no puede lograr. [Peter C. Brown, Henry L. Roediger III y Mark A. McDaniel (Cambridge, Massachusetts: Belknap Press of Harvard University Press, 2014), 88]

Espero con ansias esos momentos infructuosos con mis alumnos, aunque sé que están sufriendo. Como profesora, resulta muy satisfactorio ser testigo de la transición desde un intento fallido hasta el reconocimiento y la comprensión.

Fallar también es útil en el desarrollo físico. Trabajar estratégicamente un músculo hasta el fallo, es decir, el punto en el que ya no puedes levantar, empujar o jalar lo que sea que estés levantando, empujando o jalando, y luego permitir el tiempo adecuado para que las fibras musculares se reparen, es una de las formas más efectivas de desarrollar fuerza. Este proceso de fallar y reparar eventualmente resulta en músculos más fuertes y eficientes

Hace poco empecé a trabajar con un entrenador para mejorar mi salud y mi forma física. Mi entrenador, Josh, está muy enfocado en esta idea del fallo. Él elige movimientos y pesos que me llevarán al punto de tener un fallo muscular justo al final de una serie, y de alguna manera sabe cuándo intervenir para ayudarme a terminar. Solía molestarme verlo sonreir y reir mientras me ayudaba con las últimas repeticiones fallidas, pero ahora me doy cuenta de que él veía progreso donde yo veía fracaso. Él espera esos momentos con ilusión, al igual que yo con mis estudiantes, porque tiene la oportunidad de ser un participante real en mi desarrollo.

Si el fracaso es importante para nuestro mejoramiento intelectual y físico, tal vez también sea importante en nuestra búsqueda de la perfección. ¿Podría ser que nuestros momentos de angustia son necesarios para nuestro progreso espiritual y que nuestro Salvador sabe que solo entonces estamos listos para aprender? Lamentablemente, aceptar ayuda cuando más la necesitamos puede ser difícil.

Aceptar ayuda

En marzo de 2008, dos de mis antiguos estudiantes, Mike y Taylor, invitaron a mi familia a hacer espeleología deportiva en la Cueva Spanish Moss. Todos estábamos emocionados de aceptar la invitación, aunque no éramos escaladores experimentados. Mike nos llevó temprano en la mañana señalada para hacer un poco de entrenamiento en un gimnasio cubierto, después de lo cual caminamos aproximadamente 8 kilómetros hasta Rock Canyon, hasta la entrada de la cueva.

Al llegar, Mike y Taylor tomaron unos minutos para desbloquear la puerta de metal y preparar las cuerdas que usaríamos para descender en rápel hacia la cueva. Taylor entró primero y luego me tocó a mí.

La primera bajada es a través de una grieta en las rocas con forma de espiral, que se tuerce hacia abajo entre cinco a seis metros antes de abrirse finalmente en el techo abovedado de la cueva. Una vez atravesada la grieta, cada uno descendió en rápel aproximadamente quince metros hasta un suelo inclinado que continuaba hacia el interior de la cueva.

Pasamos un par de horas explorando, maravillados por las formaciones extrañamente moldeadas a lo largo del camino. Al seguir el camino marcado, nuestra única fuente de luz, más allá del flash ocasional de la cámara de mi esposo, era la luz que producían nuestras linternas frontales. Solo podía ver un área circular pequeña directamente frente a mí que rápidamente se desvanecía en la oscuridad. Limitados por la oscuridad y el terreno desconocido, el progreso era lento.

En el fondo de la cueva, justo antes de dar la vuelta, Taylor tomó una foto de mi familia: mi hija Shamae, Spencer y mi hijo Riley. Me gusta hacer memoria de esta parte del viaje porque recuerdo sentirme cargada de la emoción de una gran aventura con mi familia. Captura el pináculo de mi experiencia. Me sentía triunfante, como si hubiera logrado algo diferente, algo único y especial. Pero no llevaría esa misma sensación conmigo fuera de la cueva.

El viaje de regreso fue más difícil que el descenso, en gran parte debido a la falta de luz. Observo las fotos que tomamos y me pregunto por qué intentaba trepar sobre las rocas cuando parecía haber un camino claro a solo unos metros a un lado. Ahora puedo ver esos senderos con el beneficio de la fotografía con flash, pero en ese momento no podía ver la ruta con claridad.

Volvimos a trepar hasta la zona abovedada, pero el verdadero reto seguía ahí: aún teníamos que sortear la cuerda que colgaba del techo y desaparecía en la serpenteante salida rocosa de arriba. Y esta vez subiríamos con la ayuda de un “puño bloqueador” (dispositivo para ascender) en lugar de descender sin esfuerzo alguno.

Mike ascendió primero y se aseguró arriba con una segunda cuerda, listo para ayudarnos. Cuando llegó mi turno de salir, Taylor estabilizó la parte inferior de la cuerda y Mike se posicionó en la grieta en espiral para guiarme a través del proceso. Solo había aprendido a usar los puños bloqueadores esa mañana, y aunque parecía simple en el gimnasio de escalada, ahora me costaba trabajo hacer que mis brazos y piernas funcionaran juntos.

Logré avanzar unos metros por la cuerda antes de tener que detenerme, dejándome caer en el arnés de escalada para descansar mis piernas. Pero el temor no me permitió reposar los brazos. Me aferré firmemente a los puños bloqueadores, negándome a soltarme y sin poder relajarme. Pasé varios minutos colgada a aproximadamente siete metros sobre el suelo, reuniendo la fuerza necesaria para seguir subiendo.

Me recompuse y continué subiendo por el tramo de cuerda visible que quedaba hasta que el bloqueador superior dejó de moverse. Había alcanzado la roca de arriba y necesitaba soltar el puño bloqueador. Esta era la única forma en que podía encontrar agarres y continuar escalando.

Una vez más, el miedo se apoderó de mí, y no tenía ni la fuerza ni la determinación para soltar el bloqueador. Cada músculo de mi cuerpo temblaba, y empecé a considerar cómo sería vivir en una cueva. En este estado de pánico, escuché la voz de Mike más arriba. Me estaba diciendo que me relajara y permaneciese calmada, dándome instrucciones por dónde debía ir.

Apunté mi linterna frontal hacia arriba para iluminar mi camino, pero no pude ver ningún agarre adecuado, así que le dije a Mike: “No puedo hacer esto”.

Volví a mirar hacia arriba con la esperanza de verlo, pero debido a la curvatura de la roca solo podía oír su voz. Probó diferentes instrucciones, pero no había manera de que soltara esos puños bloqueadores. No confiaba en la roca, no confiaba en mí misma y no confiaba en mi capacidad de dejar la aparente seguridad del equipo al que me aferraba. Recuerdo haber escuchado algunos movimientos por encima de mí y luego nada. Entonces Mike me dijo que le tomara la mano.

Esta vez, al mirar hacia arriba, pude ver el antebrazo de Mike, con la mano abierta. Me reí en voz alta. “¿Me vas a levantar con una mano?”, Le pregunté.

“¡Claro!”, dijo con confianza. Discutimos los méritos relativos de esta idea por un tiempo, yo le decía a Mike que era imposible que simplemente me levantara allí sin palanca mientras estaba asegurada a una cuerda y apretada en una grieta, y Mike insistía en que podía hacerlo. Dado que les estoy contando esta historia desde el Marriott Center y no desde dentro de la Cueva Spanish Moss, pueden adivinar quién ganó esa discusión.

Mirando hacia arriba nuevamente, me di cuenta de que realmente no quería quedarme en la cueva para siempre. Quería irme a casa. Esta toma de conciencia me dio el valor para confiar en Mike y tenderle la mano. En un momento estaba colgando de la cúpula y al siguiente estaba metida en la grieta, todavía agarrada al puño bloqueador con la mano libre. Finalmente pude relajar los brazos.

Entonces la voz firme y segura de Mike me guió más hacia arriba por la salida serpenteante: “Mueve una mano hacia arriba. Extiende más el pie hacia la izquierda. Cambia de manos en ese agarre. Usa las piernas. Estírate un poco más”.

Mike me mantuvo en la dirección correcta hasta que nos topamos con un último desafío: Era demasiado pequeña para alcanzar el siguiente agarre y demasiado tímida para intentar lanzarme hacia él. Mike sugirió intentar rebasarme por la grieta, ponerse debajo de mí y luego impulsarme hasta el agarre. No estaba segura de que la maniobra fuera a funcionar, pero a esas alturas ya era lo suficientemente humilde como para escuchar sus consejos. Mike se las arregló para encontrar una manera de rodearme y asegurarse contra la pared justo debajo de mí. Cuando me dijo que utilizara su espalda como apoyo para alcanzar el siguiente agarre, tuve visiones de mí de pie sobre su espalda, sus manos resbalando contra la roca por mi peso y su cuerpo cayendo por el agujero de la parte superior de la cueva. Nuevamente discutimos sobre los méritos de su idea loca, soy bastante terca, pero finalmente cedí y pisé a Mike, quien se mantuvo firme para que pudiera alcanzar el agarre que necesitaba. Desde allí fue una escalada relativamente fácil hasta el aire libre, y pronto me encontré sola con mis pensamientos mientras Mike regresaba para ayudar a los demás.

Sentada en la cima de esa colina mirando el valle, no pude evitar un sentimiento persistente de derrota que contrastaba fuertemente con mi momento de orgullo en el fondo de la cueva. Repasé todo lo que acababa de ocurrir. ¿Realmente Mike me levantó desde la cima de una caída de quince metros? ¿Realmente lo pisé? ¿Realmente estaba tan necesitada? Sí, sí y sí.

Todos estamos así de necesitados. Quizá a ustedes les hubiera ido mejor que a mí en la Cueva Spanish Moss, pero todos, en un momento u otro, nos encontraremos en una situación en la que ni nuestras fuerzas ni nuestros conocimientos ni nuestras habilidades o, tal vez, ni siquiera nuestras ganas sean suficientes. Estos son los momentos en los que su Salvador los saca de la oscuridad, si ustedes están dispuestos a soltarse y tomar Su mano. Estos son los momentos en los que Su voz les guía hacia la seguridad, si escuchan con atención. Y es para estos momentos que Él descendió debajo de todas las cosas, para ser su punto de apoyo.

Me encantan estas palabras del élder Jeffrey R. Holland:

Cuando [el Salvador] dice  , “Venid a mí”, lo que quiere decir es que Él conoce el camino hacia la salida y hacia el cielo. Lo conoce porque Él ya lo recorrió. Conoce el camino porque Él es el camino. [“Las cosas destrozadas pueden repararse, Conferencia General, abril de 2006; cursiva en el original]

Recientemente le pregunté a Mike si alguna vez estuvo preocupado por cómo sacarme de la cueva ese día. Sin siquiera pensar en la respuesta, él respondió: “No, siempre hubo un plan. Llevaba todo tipo de equipo que nunca viste. Siempre hay una manera. A veces es un 5 por ciento yo y un 95 por ciento la otra persona; a veces es un 99 por ciento yo y un 1 por ciento la otra persona. Pero sé que puedo trabajar con lo que la persona tiene para dar”.

Nuestro Salvador es igual. Él puede trabajar con lo que ustedes tengan para dar si están dispuestos a aceptar Su ayuda.

Brian K. Ashton de la Presidencia General de la Escuela Dominical nos recordó que “el arrepentimiento no es un plan secundario en caso de que falle nuestro plan de tener una vida perfecta”. También dijo que “[El arrepentimiento] no es solo para pecados grandes, sino que es un proceso diario de autoevaluación y mejoramiento que nos ayuda a superar nuestros pecados, imperfecciones, debilidades y carencias.” (“La doctrina de Cristo” Conferencia General, octubre de 2016).

Vivir perfectamente no es el plan. El arrepentimiento es el plan. Jesucristo es el plan. Creo que erróneamente equiparamos la perfección con vivir una vida perfecta, con nunca fallar ni quedarnos cortos, pero Jesucristo es el único que hizo o hará eso. Entonces, la perfección para nosotros debe ser algo más.

John S. Robertson explicó en un devocional de BYU que nuestra comprensión de la palabra “perfecto” ha cambiado en los últimos 400 años: mientras que hoy usamos “perfecto” para significar “sin defectos”, su raíz latina significaba algo más cercano a “terminado”. Además, la palabra hebrea que se tradujo como “perfecto” en la Biblia podría haberse traducido con mayor precisión como “completo” (véase “A Complete Look at Perfect”, discurso pronunciado en un devocional de BYU, 13 de julio de 1999). Para nosotros, la perfección no tiene que ver con ser perfectos; se trata de terminar.

Los artistas que practican la forma de arte japonés kintsugi reparan la cerámica rota rellenando las grietas con un barniz hecho de oro, plata o platino, restaurando la pieza dañada a algo hermoso y completo. Kintsugi enseña que las cicatrices no son algo para ocultar; más bien, se deben celebrar por la belleza única que exhiben. Las cicatrices mismas se consideran preciosas y, por lo tanto, se reparan con metales preciosos para honrar su valor. La pieza terminada es aún más hermosa que la original intacta.

Del mismo modo, honramos las cicatrices de nuestro Salvador, porque Él nos tiene grabado en las palmas de Sus manos (véase Isaías 49:16). Él no está avergonzado de Sus cicatrices. Por el contrario, Él nos ha hecho esta invitación:

Levantaos y venid . . . para que metáis vuestras manos en mi costado, y para que también palpéis las marcas de los clavos en mis manos y en mis pies, a fin de que sepáis que yo soy . . . el Dios de toda la tierra, y que he sido muerto por los pecados del mundo. [3 Nefi 11:14]

Cuando entregamos nuestras piezas rotas al Salvador, nuestros vacíos son llenados con Él, con Su perfección, y somos hechos completos; somos hechos completos por el Gran Creador a través del poder restaurador del “autor y consumador de [nuestra] fe” (Hebreos 12:2). Llegamos a conocer al Salvador no solo al reconocer y reverenciar Sus cicatrices, sino al reconocer y reverenciar las nuestras. Estamos ligados al Salvador por medio de nuestras cicatrices mutuas, “y por [Sus] heridas fuimos nosotros sanados” (Isaías 53:5; véase también el versículo 4).

Hago eco de las palabras del élder Holland:

[Cuándo] se sientan solos, por favor sepan que pueden hallar consuelo. [Cuándo] se sienten desanimados, por favor, sepan que pueden hallar esperanza. [Cuándo] son pobres en espíritu, por favor, sepan que pueden ser fortalecidos. [Cuándo] se sienten destrozados, por favor sepan que pueden ser sanados [“Las cosas destrozadas pueden repararse”].

Jesucristo, el Salvador del mundo, desea reparar las piezas rotas en sus vidas, llenar los espacios vacíos y transformarlos en recipientes más hermosos y completos.

Ruego que cada uno de ustedes encuentre la fortaleza para fallar y, en las manos de su Salvador, el poder para terminar. En el nombre de Jesucristo. Amén.

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Cassy Budd

Cassy Budd, profesora de la Escuela de Contabilidad de BYU, pronunció este discurso en un devocional el 14 de febrero de 2017.