Devocional

Incertidumbre humilde

Decano de la Facultad de Humanidades de BYU

2 de octubre de 2018

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Sin embargo, hay un tipo de duda que expande el alma y que procede de una actitud de humildad, la especie de humildad que admite abiertamente nuestras debilidades. Cuando comenzamos a vernos a nosotros mismos y a nuestras debilidades con claridad, llegamos a un estado de vulnerabilidad similar al que afrontó José Smith sin darse cuenta cuando se preparaba para la Arboleda Sagrada.

Tenemos la intención de modificar la traducción cuando sea necesario. Si tiene alguna sugerencia, escríbanos a speeches.spa@byu.edu

Estudiantes, ya ha pasado un mes del semestre. Para los nuevos estudiantes, hay mucho crecimiento por delante, y les invito a contemplar el momento, dentro de unos años, en que se reunirán en este lugar vistiendo las togas de graduación para recibir su título. Para los que están a mitad de camino o terminando, les invito a recordar sus experiencias aquí y a contemplar el valor que ha añadido a su vida asistir a la universidad.

¿Qué pasaría si Dios nos diera lo que pedimos en lugar de lo que necesitamos?

Ahora, imaginemos que durante la segunda semana de su primer semestre, mientras se lamentaban haber fracasado en un examen, hubieran enviado un mensaje de texto a sus padres contándoles sus preocupaciones con respecto a la universidad. Consideren lo grande que habría sido su alivio y su consuelo si hubieran conducido inmediatamente a Provo, les hubieran hecho las maletas y les hubieran llevado de vuelta a casa, donde un diploma falso, convenientemente comprado en línea, reposaba sobre su cama junto con una nota en la que decía: «¡De todas formas, no es más que un trozo de papel!». Sin embargo, estoy seguro de que ese alivio se les habría pasado enseguida, sobre todo cuando se hubieran dado cuenta de que iban a vivir el resto de su vida en el sótano de sus padres.

La universidad es cualquier cosa menos «un trozo de papel». Se trata de las experiencias únicas que se viven, la lucha y la confrontación con las debilidades, el autodescubrimiento y la autosuperación, la maduración y el aumento de la sabiduría, y sobre todo el aprendizaje que se producirá con los compañeros de piso y los trabajos a tiempo parcial como, o incluso más que, en clase.

En realidad, la vida misma se parece mucho a la universidad. Puede que haya momentos de temor en los que deseemos que las pruebas y los exámenes sean más fáciles o se eliminen por completo, y en los que ignoremos el hecho de que la vida es un sistema complejo diseñado por unos amorosos Padres Celestiales para convertirnos en mejores personas y prepararnos para afrontar una eternidad de oportunidades cada vez mayores. A veces, cuando oramos para que nuestras pruebas terminen pronto, somos como estudiantes de primer año enviando a casa mensajes de autocompasión. Si Dios accediera de inmediato a nuestra petición, viniera corriendo y nos rescatara, entonces la eternidad podría ser para nosotros como una experiencia en el sótano.

En cambio, Dios, como muchos padres sabios, sabe que de las dificultades y los desafíos que afrontamos saldrán grandes cosas porque conoce nuestra identidad eterna. Nosotros, en cambio, la mayor parte del tiempo desconocemos esa identidad y vivimos siempre al borde de un camino oscuro e inexplicable que llamamos futuro, sin saber lo que nos depara. No podemos ver lo que nos espera, y la mayoría de las veces eso lo hace desalentador, por no decir totalmente aterrador.

Esta mañana me gustaría explorar algunas ideas sobre cómo podemos avanzar hacia el futuro y convertirnos en todo lo que Dios sabe que podemos llegar a ser. Una de las cosas que más me gustan de mi disciplina, la literatura comparativa, es que a menudo reúne una variedad de obras literarias interesantes bajo la misma lupa, a menudo con resultados muy sorprendentes. En este contexto, me gustaría compartir la sabiduría y la belleza para afrontar nuestro futuro incierto ofrecida por un escritor japonés y un poeta británico.

Kajii Motojirō sobre la búsqueda de la belleza en la oscuridad

Kajii Motojirō vivió una efímera vida a principios del siglo veinte enfrentándose al siempre presente espectro de una muerte prematura por tuberculosis. En uno de sus ensayos creativos, escrito en 1927 y titulado «A Picture Scroll of the Dark” (Un pergamino ilustrado de la oscuridad), menciona haber leído sobre un ladrón de Tokio que tuvo éxito durante años porque desarrolló la habilidad de robar casas en total oscuridad. Kajii contrasta a ese ladrón con la mayoría de nosotros, que nos sentimos bastante indefensos en la oscuridad, y describe cómo la oscuridad representa un límite aterrador:

¡La oscuridad! En ella no podemos discernir nada; la oscuridad lo envuelve todo en olas densas y abrumadoras. ¿Quién puede pensar en tal estado? ¿Cómo podemos avanzar si no sabemos lo que nos espera? No tenemos otra opción, pues, que avanzar de algún modo, con pasos renuentes, el primero de ellos cargado de angustia, ansiedad y terror. Para dar ese paso puede que tengamos que reunir toda la ferviente desesperación que necesitemos. . .¡para pisar cardos con pies descalzos! [梶井基次郎、「闇の絵巻」; traducción del autor]

El pavor de ese primer paso en la oscuridad y su inescrutable mundo puede ser bastante angustioso, como si uno estuviera a punto de pisar espinosos cardos con los pies descalzos. La determinación -o desesperación- necesaria para dar ese paso explica por qué a menudo es más fácil permanecer en una habitación bien iluminada que adentrarse en la oscuridad y por qué la mayoría de nosotros preferimos utilizar linternas cuando caminamos por lugares oscuros. Aunque a menudo asociamos la oscuridad con el peligro, la ignorancia o el mal, constituye, en promedio, a la mitad de nuestra vida y, como cualquier astrónomo confirmaría, nos abre a miles de millones de mundos. Sin embargo, nuestro miedo a la oscuridad nos hace vulnerables y puede llegar a paralizarnos.

Kajii, que escribió su composición en un momento en que estaba convaleciente en una remota localidad de aguas termales, ve la oscuridad como una representación muy palpable de su muerte inminente. Decide intentar hacer las paces con la oscuridad caminando voluntariamente por la noche sin linterna, regresando a casa desde la posada de su amigo solo en la penumbra. Aunque narra una serie de momentos aterradores, aún así persiste en avanzar río arriba por una estrecha calzada. A medida que repite este viaje, noche tras noche, sus ojos comienzan a abrirse -literal y figuradamente- a medida que ve conmovedoras escenas de belleza en la oscuridad: la silueta de los árboles contra un cielo estrellado, una rana nocturna cazando insectos bajo una farola, el olor de las hojas cítricas destrozadas por una piedra que él lanza hacia la oscuridad. Una escena en particular es destacable: el descubrimiento de un compañero de viaje en la oscuridad. Este es el pasaje:

A lo largo del camino había una casa solitaria con un árbol al frente. . . iluminada como por una linterna mágica, sólo ella brillaba exuberante en aquel paisaje inmenso y oscuro. La propia calzada se iluminó ligeramente en el sitio, pero esto hizo que las sombras más adelante fueran aún más oscuras al devorar el camino.

Una noche vi a un hombre -como yo, sin linterna- caminando más allá por el sendero. Lo vi porque su figura apareció de repente en el espacio iluminado frente a la casa. El hombre, de espaldas a la luz, se adentró gradualmente en la oscuridad y desapareció. Observé toda la escena, conmovido de un modo extraño y singular. Impresionado por la figura del hombre que desaparecía, pensé: «Dentro de poco me adentraré en la oscuridad igual que él. Si alguien se situara aquí, observando, probablemente me vería desvanecer, igual que él».

Kajii había estado descubriendo la belleza oculta de la oscuridad por su cuenta, pero ahora ve a otra persona en el mismo camino oscuro -nada menos que delante de él- caminando sin linterna. Llega a la conclusión de que el camino es todo menos solitario; hay otros que eligen caminar solos en la oscuridad de la noche para descubrir sus placeres estéticos ocultos. Mientras observa al viajero desaparecer en la oscuridad, considera -quizá por primera vez- que podría haber otros detrás de él, para quienes su repentina aparición y desaparición serían igualmente impactantes, alentadoras e instructivas.

Aunque hay muchas maneras de interpretar este encuentro, lo veo como uno que inspira esperanza. Vislumbrando a alguien más adelante recorriendo el mismo camino, Kajii discierne que al igual que uno puede descubrir la belleza y la tranquilidad en la oscuridad, también puede esperar que haya abundancia tanto de luz como de belleza en esa oscuridad que por ahora tememos como la muerte. Nuestro miedo a la oscuridad, o nuestros prejuicios contra ella, pueden cegarnos ante todo un mundo de experiencias nuevas y edificantes, y Kajii demuestra las recompensas de ejercer fe cuando nos adentramos en futuros inciertos.

Podemos deducir de este pasaje que las cosas que tememos también tienen su lado positivo y que no debemos dejarnos consumir tanto por nuestros miedos e incertidumbres que abandonemos la esperanza y nunca avancemos. Hubo una razón por la que Moisés, Lehi y Brigham Young recibieron la orden de abandonar la comodidad y la seguridad de sociedades más estables y civilizadas y partir hacia el desierto. Allí les esperaban la zarza ardiente, la Liahona y Sión. En nuestras propias vidas, cuando reunimos la fe necesaria para enfrentarnos a nuestras dudas y temores aventurándonos en la oscuridad de lo desconocido, podemos llegar a aprender que una fe simple puede ser tan delicada como la luz de las estrellas, pero que también puede guiar nuestro viaje, inmutable como la Estrella Polar.

T. S. Eliot y la oscuridad de Dios

Un autor contemporáneo a Kajii, pero que vivía al otro lado del mundo, nos ofrece ideas similares sobre cómo encontrar la esperanza en la oscuridad. T. S. Eliot fue un escritor modernista británico cuyo poema «East Coker», publicado el Domingo de Pascua de 1940, trata de la conversión de Eliot al cristianismo a los treinta años. Al igual que Kajii se aventura en la oscuridad en busca de la belleza, el poema de Eliot describe la búsqueda de Dios en la quietud de la oscuridad:

Dije a mi alma, calma, y deja que la oscuridad venga sobre ti

La cual será la oscuridad de Dios. Como en un teatro,

Las luces se apagan, para que la escena cambie [Four Quartets, Nº 2, parte III].

Eliot sugiere que «la oscuridad de Dios» no es un vacío sino un lugar de posibilidades, un espacio melancólico en el que se alinean infinitas oportunidades, como estar en un teatro a oscuras esperando el siguiente acto de una obra. Nuestra búsqueda espiritual en la vida implica una serie de viajes entre zonas de luz y oscuridad. Eliot describe una sensación de temor a medida que avanzamos hacia «la oscuridad de Dios» en búsqueda de la verdad espiritual lo que es paralelo a la observación inicial de Kajii. Eliot escribe:

O como cuando el vagón del metro se detiene en el túnel entre dos estaciones

Y la conversación se eleva y luego poco a poco se desvanece en silencio

Y uno ve ahondarse el vacío mental detrás de cada rostro

Queda sólo el terror creciente de no tener ya nada en qué pensar [Parte III].

Los pasajeros de Eliot se han acostumbrado tanto a avanzar a toda velocidad en un mundo iluminado artificialmente que empiezan a entrar en pánico cuando se enfrentan a la oscuridad estática, un pavor similar al que podríamos sentir en el momento en que nos damos cuenta de que hemos dejado el teléfono en casa y no podremos acceder a él durante horas. Como sugiere Eliot, nuestro abrumador miedo a la oscuridad puede ser paralizante, dándonos la sensación de que ni siquiera podemos pensar, pero continúa insinuando que algunas de nuestras mayores oportunidades de aprendizaje ocurren en nuestros momentos más oscuros. En lugar de permanecer inmóviles en nuestro miedo, podemos extender la mano y descubrir a Dios en esos momentos oscuros.

¿Crisis de fe o crisis de incertidumbre?

¿Qué tienen en común las observaciones de estos dos escritores tan diferentes? Tanto Kajii como Eliot utilizaron la luz y la oscuridad como poderosas metáforas de una especie de búsqueda espiritual: pasar de lo conocido a lo desconocido, de lo familiar y cotidiano a los reinos ocultos de lo posible. Ambos autores también sugieren que, cuando estamos siempre inmersos en la luz artificial, podemos llegar a esperar que las respuestas simplemente aparezcan todo el tiempo, acostumbrados como estamos a la iluminación constante; de ahí el terror en las caras de los pasajeros del metro y nuestro miedo a dar un paso adelante en la oscuridad.

Tal temor puede explicar por qué a veces somos reacios a avanzar por el camino del crecimiento espiritual que nos lleva a la oscuridad de las cosas que no sabemos o de las que dudamos. Para hacer eco a Kajii: «¿Cómo podemos avanzar si no sabemos lo que nos espera?». Tal vez, como señaló Kajii, cuando nos disponemos a poner a prueba nuestra fe una vez más dando un paso hacia el vacío, sólo esperamos un dolor punzante. O tal vez, al igual que los pasajeros de Eliot, cuya mente se queda en blanco, dudamos debido al miedo al vacío espiritual, un terror creciente a no tener nada en lo que creer. Este estado, a menudo descrito como una crisis de fe, es más exactamente una crisis de incertidumbre, una crisis alimentada por nuestra confrontación con diferentes tipos de duda, todos presentes en el momento en que nos encontramos al borde de nuestra zona de confort espiritual, mirando fijamente a lo desconocido.

Aunque a menudo pensamos en la duda simplemente como sinónimo de incredulidad voluntaria, me gustaría sugerir que distintos tipos de duda nos afectan de maneras diferentes. Permítanme describir tres tipos: dos tipos de dudas que atrofian, arraigadas en el orgullo y el miedo, y un tercer tipo de duda que expande el alma, arraigada en la humildad y la fe.

1. Duda de deserción

Observar a otras personas aplicando la fe en sus vidas puede ser una experiencia estimulante. Puede parecer tan natural y fácil, como la actuación de un músico virtuoso, que nos olvidamos de las largas horas de práctica que le llevó al intérprete adquirir esa habilidad. Este fue ciertamente el caso cuando Oliver Cowdery estaba ayudando a José Smith a traducir el Libro de Mormón. Oliver, un profesor dotado, debió sentirse ansioso por probar el milagro de la traducción que José, su antiguo alumno, parecía hacer con aparente facilidad. Después de consultar al Señor, José le dio a Oliver la oportunidad de intentarlo, y el resultado fue uno de los conceptos más instructivos de las escrituras de los últimos días: debes estudiarlo en tu propia mente y luego pedirle a Dios una respuesta a tu decisión (véase D. y C. 9:7–8). En el caso de Oliver, esta fórmula funcionó bien, hasta que el miedo de Oliver socavó su capacidad para traducir.

El Señor no condenó a Oliver por su temor, y de hecho señaló cómo Oliver y José formaban un equipo de traducción bien equilibrado. Sin embargo, Oliver, quien ejerció la fe pero no obtuvo los mismos resultados que José, pasó una década reflexionando sobre sus limitaciones e incertidumbres, y luchando con su orgullo frente al liderazgo de José, antes de separarse temporalmente de la Iglesia. Después de deambular de lado a lado, volvió una vez más al consuelo y las bendiciones de su fe. Sin embargo, el precio que pagó por ceder a sus dudas y alejarse fue alto, dada la riqueza de manifestaciones espirituales y bendiciones que se perdió en su ausencia.

Cuando dudamos de nosotros mismos o de Dios porque nuestro viaje espiritual personal es diferente al de los demás, o cuando nuestro orgullo se ve herido en las interacciones cotidianas con los compañeros de viaje a lo largo del camino, podemos, como Oliver, sentir como si las luces se hubieran apagado y encontrarnos inquietos en nuestros asientos del teatro, sin saber muy bien qué está pasando o disgustados por lo sucedido en el primer acto de la obra. En nuestra impaciencia o insatisfacción, podemos salir del teatro demasiado pronto, abandonando nuestra fe y el crecimiento personal que nos aportará por algún distractivo espectáculo secundario. Llamo a esta crisis de incertidumbre » duda de deserción » porque nos alejamos prematuramente de nuestras mejores oportunidades de aprender y crecer.

2. Duda de negación

Un segundo tipo de duda es similar a tener miedo compulsivo a la oscuridad. En este caso, evitamos reconocer cualquier incertidumbre (cosas que no sabemos, cosas que secretamente tememos que no sean ciertas o cosas que no podemos saber en este momento) y, en su lugar, nos centramos únicamente en lo que sabemos con certeza. Ignoramos convenientemente la afirmación de Alma de que la “fe no es tener un conocimiento perfecto de las cosas” (Alma 32:21). Al estar cegados por nuestra propia predisposición a tener certeza, también podemos ser ciegos a las luchas de los demás, ya sea porque fingimos no tener ninguna o porque tememos que sus dudas envenenen nuestra tenue fe. Esa petulancia puede conducir a la autojustificación o incluso a la persecución de otros que en realidad están más en sintonía con sus propias limitaciones.

Al elegir quedarnos en nuestro lugar seguro pero limitado, en realidad no estamos practicando la fe, sino más bien permitiendo que esta permanezca dormida. La fe sólo se materializa cuando actuamos sobre ella y avanzamos hacia la oscuridad paso a paso, confiando en el impulso y la trayectoria que nuestra fe nos fija. Cuando tememos a nuestra incertidumbre, nos movemos espiritualmente de lado porque somos ciegos a nuestras debilidades y quedamos estancados por esa ceguera en nuestra capacidad para fortalecer a otros y alimentar a las ovejas de Cristo. Esto constituye una crisis tanto de fe como de humanidad, o quizás una crisis de fe en la humanidad, porque nos aísla y nos impide conectar con los demás y aliviarnos mutuamente.

Éste era el caso de Zoram y sus seguidores, cuyo mantra en el Rameúmptom giraba en torno a su superioridad. Sus creencias fundamentales habían sido extirpadas limpiamente de todas las incertidumbres que estimulan la fe: ningún Dios físico ausente; ningún futuro Unigénito en la carne; ninguna duda sobre la posición de uno ante Dios, ya que todos (con dinero) eran salvos; ninguna culpa, ya que se veían a sí mismos como «un pueblo electo y santo» (Alma 31:18); y ningún temor al error, ya que Dios los había elegido y por lo tanto «no podían ser llevados» (Alma 31:17; véanse también los versículos 15–18).

Cuando evitamos enfrentarnos a la duda, nuestro propio miedo a ella puede impedirnos crecer espiritualmente. Al mirar hacia lo desconocido, podemos temer tanto la vulnerabilidad que ignoramos e incluso intentamos ocultar nuestras debilidades, restringimos el alcance de nuestras creencias , y nos distanciamos de aquellos cuyas vidas son complicadas por pruebas y tribulaciones. Llamo a esta crisis de incertidumbre «duda de negación» porque permitimos que el miedo bloquee nuestro progreso.

3. Incertidumbre Humilde

Tanto la duda de deserción como la de negación proceden del orgullo y del miedo, limitando nuestro crecimiento y reduciendo nuestra fe. Sin embargo, hay un tipo de duda que expande el alma y que procede de una actitud de humildad, la especie de humildad que admite abiertamente nuestras debilidades. Cuando comenzamos a vernos a nosotros mismos y a nuestras debilidades con claridad, llegamos a un estado de vulnerabilidad similar al que afrontó José Smith sin darse cuenta cuando se preparaba para la Arboleda Sagrada. Atribulado por sus propias debilidades, José estaba preocupado por su posición ante Dios, y mientras buscaba confirmación, su estudio de las religiones locales le trajo otras incertidumbres -la más importante, su pregunta sobre cuál era la verdadera, si es que alguna lo era. Como en el caso de José Smith, nuestras incertidumbres se basan muy a menudo en lo personal y luego pasan a lo doctrinal: sentimos nuestros fracasos, nos preguntamos por nuestra condición ante Dios, nos cuestionamos si Dios nos ama de verdad y luego tratamos de encontrar a Dios. Este no es un camino de conversión poco común; es uno compartido por los primeros miembros de la Iglesia en esta dispensación y puede ser similar al suyo también.

Si somos honestos sobre nuestras propias debilidades, algunos de nosotros podemos estar más inseguros de nosotros mismos que del Evangelio, mientras que otros pueden enfatizar las incertidumbres doctrinales para ocultar las dudas sobre sí mismos. En ambos casos, la pregunta “¿Podemos ser fieles a la verdad?” puede eclipsar “¿Puede ser verdad?” Satanás se aprovecha de nuestro persistente sentimiento de indignidad y duda cuando nos invita a compararnos con los demás, una disonancia que los perfiles de las redes sociales suelen amplificar.

En el núcleo de la duda sobre uno mismo hay una confrontación muy real con la oscuridad desconocida de lo que realmente somos, de nuestro pleno potencial. Si reunimos la fe para pisar ese cardo en particular, para comprometernos plenamente con nuestras propias debilidades a medida que el Espíritu nos las revela, y en ese estado de humildad nos acercamos a Dios con fe, sabemos que Él hará «que las cosas débiles sean fuertes para” nosotros (Éter 12:27) y que encontremos belleza y esperanza en la oscuridad. Si estamos avanzando sinceramente en nuestro progreso espiritual, entonces debemos esperar e incluso abrazar las oportunidades de enfrentarnos a preguntas e incertidumbres que nos humillen y nos ayuden a ampliar y fortalecer nuestra fe.

Dios sabe que, independientemente de lo poderosa o eficaz que haya sido nuestra fe en el pasado, cada nueva experiencia en la vida requiere que recurramos a nuestra fe de una manera nueva. Aunque hayamos ejercido con éxito una gran fe e incluso hayamos presenciado milagros, el peligro es muy real. Si no avanzamos activamente y ejercemos nuestra fe en medio de nuevos desafíos, podríamos sentirnos demasiado cómodos en nuestro conocimiento limitado o incluso temer avanzar hacia un futuro incierto. (De hecho, corremos el riesgo de convertirnos en algo parecido al tío Rico de Napoleon Dynamite con las experiencias que promueven la fe, reviviéndolas en lugar de tener otras nuevas).

Dados los peligros que la autosatisfacción o la petulancia suponen para nuestro potencial de crecimiento, la vida nos ofrece multitud de desconcertantes pistas, paradojas y contradicciones que nos recuerdan que aún no comprendemos todo el panorama. En lugar de advertirnos que evitemos estos misterios, Dios nos anima a mirar de cerca y observar el mundo que nos rodea, a estudiarlo detenidamente; «cosas tanto en el cielo como en la tierra» (D. y C. 88:79); todos los buenos libros. . . idiomas, lenguas y pueblos» (D. y C. 90:15); así como «las guerras y las perplejidades de las naciones» (D. y C. 88:79). A lo largo del camino tendremos preguntas -necesitaremos tener preguntas- y llegaremos a comprender que, como en la universidad, cuanto más aprendemos, más nos damos cuenta de lo poco que sabemos en realidad. Es cuando combinamos la humildad sobre los límites de nuestro conocimiento con preguntas honestas sobre las perplejidades de la vida cuando demostramos el tipo de incertidumbre humilde que expandirá nuestras almas.

Una respuesta inesperada

Me gustaría ilustrar más esta noción con una historia personal sobre una de mis propias crisis de incertidumbre. Ocurrió un verano, a mediados de mi adolescencia, cuando trabajaba en un remoto campamento Scout, un refugio acogedor frente a la agitación de mi hogar, debido a que mis padres se estaban divorciando. Vivía solo en una tienda de campaña y solía llevarme por la noche mi «prototipo de i-Pod» -un reproductor portátil de cintas de casete- a una colina con vistas al lago y ponía música mientras observaba las estrellas y contemplaba mi minúsculo lugar en el cosmos. A veces incluso intentaba ir y volver de mi destino sin linterna, sobre todo si el cielo nocturno estaba despejado y la luna brillaba, un viaje que era emocionante y aterrador al mismo tiempo (y que me ayudó a identificarme con Kajii cuando leí su ensayo años más tarde). Comenzaba y terminaba el día en mi tienda leyendo el Libro de Mormón y, a pesar de mi confusión interior, sentía que las palabras que leía me tranquilizaban cada vez más.

Muchas tardes, después de la cena, algunos de los empleados de más edad y más mundanos expresaban sus quejas sobre la Iglesia, criticaban a varios líderes eclesiásticos, repetían como loros las opiniones cínicas de sus profesores mundanos y, en general, denigraban a las personas y las prácticas sagradas que yo apreciaba. He aprendido que eso es lo que hacen algunas personas después de cenar, pero en aquel momento lo que decían era nuevo para mí, y me sentí compelido a escuchar. A veces intentaba rebatir sus opiniones, pero eso me ponía en el incómodo papel de antagonista, algo que no encajaba bien en alguien de mi edad (y estatura). Así que me limité a escuchar, meditando sus críticas.

Rápidamente me di cuenta de que dejarme llevar por su cinismo ponía en peligro mi propia fe. Bajo las cosas inquietantes que oía en el comedor estaban mis propias dudas sobre mis defectos y fracasos personales. Dichas dudas giraban en torno a los nuevos retos a los que me enfrentaba mientras aprendía a enseñar a Scouts rebeldes, pero sobre todo en torno a mi creciente conciencia de las debilidades personales que nuestros problemas familiares sacaban a la luz.

Enfrentándome a la terrible oscuridad de la incertidumbre personal y doctrinal, decidí orar, planteando mi pregunta con sencillez: «¿Es la Iglesia realmente verdadera?» Detrás de esa pregunta había otra implícita: «¿Puedo realmente ser fiel a la Iglesia?» Cuando finalmente llegó la respuesta, tras un período de tensión y suspenso, no fue en forma de un sí o un no, sino de profundos sentimientos de amor y paz interior acompañados de una singular y distinta impresión de que mi alma era eterna.

Aquella respuesta totalmente inesperada me enseñó lo poco que sé sobre la naturaleza de nuestra existencia en general y del amor absoluto de Dios en particular. Se convirtió en una parte inseparable de mi forma de relacionarme con los demás y con el mundo. Desde entonces, mi vida se ha visto salpicada de momentos esporádicos de humilde incertidumbre, seguidos de respuestas a oraciones que no esperaba, respuestas que revelan las limitaciones de mis irracionales expectativas y que me transforman en algo mejor de lo que imagino.

«Para nosotros, sólo existe el intentar»

Ahora bien, no hay nada tan emocionante como ver a alguien aprender y crecer, como cualquier padre puede corroborar. Dios siente lo mismo y ha establecido un plan para que todos podamos pasar nuestra escuela mortal. Dios no los reprobará por haber cometido errores; de hecho, el plan de Dios depende de que cometamos errores. Él quiere que exploremos toda la dimensión de la vida, tanto la diurna como la nocturna, caminando a la luz de la fe y abriéndonos paso en períodos de incertidumbre.

Alexander Pope ha señalado que «aprender poco es peligroso» (An Essay on Criticism, 1711, parte II, línea 15). A veces es fácil, en el proceso de aprendizaje, suponer que nuestras inadecuadas palabras o incompletas facultades de razonamiento son suficientes para describir y medir todo el cosmos, pero cuando se trata de realmente entender la creación, como José Smith dijo, somos como «un bebé en el regazo de su madre» (citado en Wilford Woodruff, CR, abril de 1898, 57). Perdemos oportunidades de descubrimiento cuando nos centramos sólo en la luz de lo que conocemos y tememos explorar lo que hay más allá de esa familiaridad. Del mismo modo, cuando cometemos errores o tropezamos en la oscuridad, resulta tentador refugiarnos en el sótano de nuestros padres o abandonar por completo nuestro viaje.

Eliot concluye su poema «East Coker» con la siguiente reflexión sobre el proceso de conversión:

Debemos estar inmóviles y sin embargo movernos Hacia otra intensidad En busca de una mayor unión, una comunión más profunda. . . .
. . . En mi fin está mi principio
[Parte V].

El poeta capta elocuentemente la esencia de nuestro reto de crecer espiritualmente. Debemos «permanecer en calma» -como en silencio, esperando esperanzada y pacientemente en la oscuridad- y «en movimiento hacia una nueva dimensión», avanzando rápidamente hacia la unión con Dios y la comunión con los demás santos que también caminan en la oscuridad, impulsados por la fe. El final del camino iluminado marca el comienzo de nuestro viaje espiritual; avanzar es enfrentarse a la oscuridad.

Al igual que Kajii, cuando reunimos el valor y la fe para adentrarnos en la oscuridad, sé que, a pesar del miedo y del reto de «no saber lo que nos espera», descubriremos una belleza que nunca hubiéramos imaginado, además de compañeros de viaje. De hecho, cuando permitimos que nuestra fe nos impulse más allá de los confines de nuestro limitado conocimiento actual, hacia una humilde incertidumbre, podemos descubrir cosas más grandes iluminadas por la tenue luz de nuestra fe, incluso a Cristo caminando delante de nosotros, mostrándonos el camino a seguir y proporcionándonos respuestas que no esperábamos.

Este acto se repetirá una y otra vez en nuestras vidas si vamos por el buen camino, porque esta experiencia transformadora es el núcleo de todo verdadero aprendizaje y toda verdadera sabiduría. El poema de Eliot describe el alcance de nuestra responsabilidad en este proceso: «Para nosotros, sólo existe el intentar» (parte V). Es un principio de crecimiento -y un artículo de fe personal- que intentar, e intentar siempre, nos llevará en última instancia al conocimiento que buscamos. Ruego que tengamos la fe necesaria para seguir adentrándonos humildemente en el incierto vacío, trascendiendo nuestra débil comprensión y, mediante la fe y la perseverancia, lleguemos a contemplar las maravillas y las bellezas de toda la creación, en el nombre de Jesucristo, amén.

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J. Scott Miller

J. Scott Miller, decano de la Facultad de Humanidades de BYU, dio este devocional el 2 de octubre de 2018