Devocional

Sobre almas, símbolos y sacramentos

Presidente de la Universidad Brigham Young

12 de enero de 1988

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Permítanme sugerir que la intimidad humana, esa unión sagrada y física ordenada por Dios para una pareja casada, abarca un símbolo que exige santidad especial.


Tenemos la intención de modificar esta traducción cuando sea necesario. Si tiene sugerencias, por favor mándenos un correo a speeches.spa@byu.edu

Esta responsabilidad de hablarles a ustedes no se hace más fácil para mí. Creo que se hace más difícil a medida que pasan los años. Envejezco un poco más, el mundo y su letanía de problemas se vuelven un poco más complejos, y sus esperanzas y sueños se vuelven cada vez más importantes para mí mientras más tiempo estoy en BYU. De hecho, el crecimiento, felicidad y desarrollo de su vida actual y de la que tendrán en días y décadas venideros son la motivación central y la más influyente de mi vida profesional diaria y felicidad y desarrollo en la vida que están viviendo ahora y en la vida que van a vivir en los días y décadas venideras son la motivación central y más influyente en mi vida profesional diaria. Siempre me preocupo mucho por ustedes. Todo lo que sé que se debe hacer en BYU se hace teniendo presente qué y quiénes son, y qué y quiénes pueden llegar a ser. El futuro de la historia de este mundo estará completamente en sus manos muy pronto —al menos una porción lo estará— y una educación en una institución patrocinada y guiada por La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es la mayor ventaja académica que puedo imaginar en preparación para una responsabilidad tan seria y significativa.

Pero para alcanzar ese futuro, al menos cualquier aspecto cualitativo de él, hay que luchar vigorosamente. No “simplemente sucederá” a su favor. Alguien dijo una vez que el futuro está esperando a que lo agarremos, y si no lo agarramos firmemente, entonces otras manos, más decididas y sangrientas que las nuestras, nos lo arrancarán y seguirá un camino diferente.

Es con la vista puesta en ese futuro, su futuro, y una conciencia de este inmenso sentido de responsabilidad que siento por ustedes, que vengo con este mensaje de devocional de mitad de año. Siempre necesito la ayuda y el Espíritu sustentador del Señor para tener éxito en tales momentos, pero siento especialmente la necesidad de esa ayuda espiritual hoy.

Intimidad humana

Mi tema es el de la intimidad humana. Es un tema tan sagrado como cualquier otro y el más sagrado del que he hablado desde este púlpito. Si no tengo cuidado y ustedes no son solidarios, este tema puede precipitarse rápidamente de lo sagrado a lo meramente sensacionalista, y yo estaría devastado si eso sucediera. Sería mejor no abordar el tema en absoluto que dañarlo con despreocupación o descuido. De hecho, deseo hablar contra tal despreocupación y descuido. Así que les pido su fe, sus oraciones y su respeto.

Quizá sientan que oyen hablar de este tema con demasiada frecuencia en esta etapa de su vida, pero dado el mundo en el que vivimos, puede que no lo estén escuchando lo suficiente. Todos los profetas, pasados y presentes, han hablado al respecto, y el propio presidente Benson abordó este mismo tema en su mensaje anual a este cuerpo estudiantil el otoño pasado.

Me alegra saber que a la mayoría de ustedes les va maravillosamente bien con el asunto de la pureza personal. No hay un grupo tan digno y fiel de estudiantes universitarios en ningún otro lugar de la faz de la tierra. Son una inspiración para mí. Reconozco su devoción al evangelio y lo aplaudo. Al igual que Jacob de antaño, yo preferiría por el bien de los inocentes no tener que discutir tales temas. Pero a algunos de ustedes no les va tan bien, y a gran parte del mundo no le va nada bien en cuanto a este tema.

La prensa nacional señaló recientemente que:

En Estados Unidos, 3.000 adolescentes quedan embarazadas cada día. Un millón al año. Cuatro de cada cinco son solteras. Más de la mitad optan por abortar. “Bebés teniendo bebés”. [Bebés] matando [bebés]. [“What’s Gone Wrong with Teen Sex,” People, 13 April 1987, pág. 111]

Esa misma encuesta nacional indicó que casi el 60 por ciento de los estudiantes de secundaria en Estados Unidos habían perdido su virginidad, y el 80 por ciento de los estudiantes universitarios también. El Wall Street Journal (un periódico muy conocido) escribió recientemente:

El SIDA parece estar alcanzando proporciones semejantes a la plaga. Incluso ahora cobra víctimas inocentes: Bebés recién nacidos y receptores de transfusiones sanguíneas. Es solo cuestión de tiempo antes de que se difunda entre los heterosexuales.

El SIDA debe recordarnos que el nuestro es un mundo hostil. Cuanto más compartimos de nosotros, mayor es la probabilidad de … contraer algo.

Ya sea por razones clínicas o morales, parece claro que la promiscuidad tiene su precio. [Wall Street Journal, 21 May 1987, pág. 28]

Por supuesto, más diseminadas en nuestra sociedad que la indulgencia de la actividad sexual personal están las descripciones impresas y fotografiadas de quienes lo hacen. De ese ambiente lujurioso un observador contemporáneo dice:

Vivimos en una época en la que el voyeurismo ya no es nada más la afición del pervertido solitario, sino más bien un pasatiempo nacional, totalmente institucionalizado y [publicado] en los medios de comunicación. [William F. May, citado por Henry Fairlie, The Seven Deadly Sins Today (Notre Dame: University of Notre Dame Press, 1978), pág. 178]

De hecho, el progreso de la civilización parece, irónicamente, haber hecho de la promiscuidad real o fantasiosa un problema mayor, no menor. Edward Gibbon, el distinguido historiador británico del siglo XVIII que escribió una de las obras más intimidantes de la historia en nuestra lengua —Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, dijo simplemente:

Si bien ha ayudado indudablemente el progreso de la civilización a apaciguar las pasiones más feroces de la naturaleza humana, no parece haber favorecido mucho a la virtud de la castidad. … Los refinamientos de la vida [parecen] corromper, [aun mientras] afinan la relación entre los sexos. [Edward Gibbon, The Decline and Fall of the Roman Empire, tomo 40 de Great Books of the Western World, 1952, pág. 92]

No deseo que pasemos esta hora documentando problemas sociales ni mordiéndonos las uñas sobre los peligros que tales influencias externas pueden tener para nosotros. Por muy serias que sean estas realidades contemporáneas, deseo discutir este tema de una manera muy diferente, discutirlo específicamente para los Santos de los Últimos Días, principalmente los Santos de los Últimos Días jóvenes, solteros, especialmente aquellos que asisten a la Universidad Brigham Young. Así que, evidentemente, dejo a un lado los horrores del SIDA y las estadísticas nacionales sobre embarazos ilegítimos y hablo más bien de una visión basada en el evangelio de la pureza personal.

De hecho, deseo hacer algo un poco más difícil que enumerar lo que se debe y no se debe hacer en materia de pureza personal. Deseo hablar, lo mejor que pueda, sobre por qué debemos ser limpios y sobre por qué la disciplina moral es un asunto tan significativo a los ojos de Dios. Sé que puede sonar presuntuoso, pero un filósofo dijo una vez, dime lo suficiente acerca de por qué se debe hacer una cosa, y moveré el cielo y la tierra para hacerlo. Con la esperanza de que sientan lo mismo que él y reconociendo mis limitaciones plenamente, deseo tratar de dar al menos una respuesta parcial a la pregunta “¿Por qué ser moralmente limpio?” Primero necesitaré plantear brevemente lo que veo como la seriedad doctrinal del asunto antes de ofrecer solo tres razones para tal seriedad.

La importancia y la santidad

Comenzaré con la mitad de un poema de nueve líneas de Robert Frost. (La otra mitad merece ser considerada también, pero tendrá que esperar otro día.) Aquí están las primeras cuatro líneas de “Fuego y Hielo” de Frost.

Hay quien dice que el mundo acabará en fuego,
hay quien dice que en hielo.
Por lo que he [probado] del deseo
estoy con los que por el fuego se decantan.

Una segunda opinión, menos poética pero más específica, es ofrecida por el escritor de Proverbios:

¿Tomará el hombre fuego en su seno sin que sus vestidos se quemen?

¿Andará el hombre sobre brasas sin que se quemen sus pies?

Mas el que comete adulterio con una mujer carece de entendimiento; corrompe su alma el que tal hace.

Heridas e ignominia hallará, y su afrenta nunca será borrada. [Proverbios 6:27–33]

Al llegar a la seriedad doctrinal, ¿por qué es este asunto de las relaciones sexuales tan grave que casi siempre se le aplica la metáfora del fuego y se representa la pasión vívidamente con llamas? ¿Qué parte de este calor potencialmente hiriente deja destruida el alma —o tal vez el mundo entero, según Frost—, si no se controla esa llama y esas pasiones no se restringen? ¿Qué hay en todo esto que induce a Alma a advertir a su hijo Coriantón que la transgresión sexual es “una abominación a los ojos del Señor; sí, más abominable que todos los pecados, salvo el derramar sangre inocente o el negar al Espíritu Santo” (Alma 39:5; énfasis añadido)?

Dejando de lado por un momento los pecados contra el Espíritu Santo como una categoría especial, es doctrina restaurada que la transgresión sexual ocupa el segundo lugar después del asesinato en la lista del Señor de los pecados más graves. Al adjudicarle esa seriedad a un apetito físico tan conspicuamente evidente en todos nosotros, ¿qué nos trata de decir Dios en cuanto al lugar que eso ocupa en el plan que Él tiene para todos los hombres y las mujeres en la vida terrenal? Pienso que eso es precisamente lo que Él está haciendo: señalar algo importante sobre el plan mismo de la vida. Claramente, las cuestiones más importantes de la vida terrenal para Dios son la forma en que una persona llega al mundo y la forma en que sale de este. Estos dos asuntos de suma importancia para nuestro progreso tan individual y tan cuidadosamente supervisado, son los dos temas que Él como nuestro Creador, Padre y Guía más desea reservar para sí mismo. Estas son las dos cosas que Él nos ha dicho repetidamente que no debemos hacer ilegalmente, ilícitamente, infielmente, sin autorización.

En cuanto a quitar una vida, generalmente somos bastante responsables. La mayoría de la gente, me parece, fácilmente reconoce la santidad de la vida y, como regla general, no se acerca a sus amigos, les apunta un revólver cargado a la cabeza y tira despreocupadamente del gatillo. Y encima, cuando oyen el clic del gatillo en lugar de una explosión de plomo, y parece que se logró evitar una posible tragedia, nadie en tal circunstancia sería tan estúpido como para suspirar, “Oh, que alivio. No llegué demasiado lejos”.

No, “demasiado lejos” o no, la locura de tal acción con pólvora y acero fatal es obvia a simple vista. Tal persona, si corriera por este campus con un arsenal de pistolas cargadas o armamento militar apuntando a sus compañeros de estudio, sería aprehendida, procesada e internada si en realidad tal lunático no hubiera muerto en todo el pandemónio. Después de tal momento ficticio de horror en este campus (y ustedes son demasiado jóvenes para recordar mis años universitarios cuando el francotirador no fue ficticio, y mató a doce de sus compañeros en la Universidad de Texas), sin duda nos sentaríamos en nuestros dormitorios o aulas con terror en nuestras mentes durante muchos meses, preguntándonos cómo podría suceder tal cosa, especialmente aquí en BYU.

Afortunadamente, en cuanto a tomar la vida, creo que somos bastante responsables. La solemnidad de eso no tiene que explicarse a menudo, y no hay que dedicarle muchos sermones.

Pero en cuanto a la importancia y la santidad de dar vida, algunos de nosotros no somos tan responsables, y en el mundo que se arremolina a nuestro alrededor encontramos una irresponsabilidad casi criminal. Lo que en el caso de quitar vidas causaría horror absoluto y demandaría estricta justicia, en el caso de dar vida causa chistes vulgares y canciones con malas palabras y carnalidad grosera en las películas que se muestran en casa o en cines.

¿Está tan mal tal bajeza moral? Siempre se ha hecho esa pregunta, generalmente de parte de los culpables. “Tal es el camino de la mujer adúltera: Come, y limpia su boca y dice: No he hecho maldad” (Proverbios 30:20). Tal vez no sea un asesinato, pero ¿y la transgresión sexual? “Corrumpe su alma el que tal hace.” Suena casi fatal para mí.

Ya basta con la seriedad doctrinal. Ahora, con el deseo de evitar esos momentos dolorosos, de evitar lo que Alma llamó el “indecible horror” de estar en presencia de Dios indignamente, y de permitir que la intimidad que ustedes tienen el derecho, privilegio y deleite de disfrutar en el matrimonio no se vea contaminada por tal remordimiento y culpa aplastante, deseo dar esas tres razones que mencioné anteriormente sobre por qué creo que este es un tema de tal magnitud y consecuencia.

La doctrina del alma

Primero, simplemente debemos entender la doctrina revelada y restaurada de los Santos de los Últimos Días sobre el alma, y el alto e inextricable papel que desempeña el cuerpo en esa doctrina. Una de las verdades “claras y preciosas” que se restauraron en esta dispensación es que “el espíritu y el cuerpo son el alma del hombre” (D. y C. 88:15; énfasis añadido) y que cuando el espíritu y cuerpo se separan, los hombres y las mujeres “no [pueden] recibir una plenitud de gozo” (D. y C. 93:34). Ciertamente, eso indica parte de por qué obtener un cuerpo es tan fundamental para el plan de salvación en primer lugar, por qué el pecado de cualquier tipo es un asunto tan serio (principalmente ya que su consecuencia automática es la muerte, la separación del cuerpo y el espíritu y la separación de ellos de Dios) y por qué la resurrección del cuerpo es tan central para el gran triunfo duradero y eterno de la Expiación de Cristo. No tenemos que ser un hato de cerdos poseído por demonios, lanzándose por las laderas gergeseos hacia el mar, para comprender que un cuerpo es el gran premio de la vida mortal, y que incluso con el de un cerdo se conformarán esos espíritus frenéticos que se rebelaron y hasta el día de hoy permanecen desposeídos en su primer estado no encarnado.

Permítanme citar un sermón de 1913 del élder James E. Talmage sobre este punto doctrinal:

Se nos ha enseñadoa ver estos cuerpos nuestros como regalos de Dios. Nosotros los Santos de los Últimos Días no consideramos el cuerpo como algo que condenar, algo que aborrecer. Consideramos [el cuerpo] como señal de nuestro noble linaje. Reconocemos que a aquellos que no guardaron su primer estado se les negó esa inestimable bendición. Creemos que estos cuerpos Pueden ser hechos, en verdad, el templo del Espíritu Santo.

Es propio de la teología de los Santos de los Últimos Días que consideremos el cuerpo como una parte esencial del alma. Lean sus diccionarios, los léxicos y enciclopedias, y encontrarán que en ninguna parte [del cristianismo], fuera de la Iglesia de Jesucristo, se enseña la verdad solemne y eterna que el alma del hombre es el cuerpo y el espíritu combinados. [Conference Report, octubre de 1913, pág. 117]

Así que, en parte, en respuesta a por qué tanta seriedad, respondemos que quien juega con el cuerpo de otro, dado por Dios —y codiciado por Satanás— juega con el alma misma de ese individuo, juega con el propósito y producto centrales de la vida, “la clave misma” de la vida, como lo llamó una vez el élder Boyd K. Packer. Al trivializar el alma de otra persona (por favor, incluyan la palabra cuerpo aquí), trivializamos la Expiación que salvó a esa alma y garantizó su existencia continua. Y cuando uno juega con el Hijo de Justicia, la Estrella de la mañana misma, uno juega con el fuego blanco y con una llama más caliente y santa que el sol del mediodía. No es posible hacer eso sin quemarse. No pueden “crucifica[r] de nuevo” a Cristo impunemente (véase Hebreos 6:6). Explotar el cuerpo (por favor, incluyan la palabra alma aquí) es, en última instancia, explotar a Aquel que es la Luz y la Vida del mundo. Tal vez aquí la advertencia de Pablo a los corintios toma un significado nuevo y más elevado:

Pero el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo.

¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Quitaré pues los miembros de Cristo, y los haré miembros de una ramera? ¡De ningún modo!

Huid de la fornicación. el que fornica, contra su propio cuerpo peca.

¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros, el que tenéis de Dios, y que no sois vuestros?

Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios [1 Corintios 6:13–20, énfasis añadido].

Nuestra alma es lo que está en juego aquí: nuestro espíritu y nuestro cuerpo. Pablo entendía esa doctrina del alma tan bien como James E. Talmage, porque es una verdad del Evangelio. El precio con el que se compró la plenitud de nuestro gozo —cuerpo y espíritu eternamente unidos— es la sangre pura e inocente del Salvador de este mundo. No podemos entonces decir en ignorancia o de manera desafiante: “Bueno, es mi vida”, o peor aún, “es mi cuerpo”. No lo es. “No sois vuestros”, dice Pablo. “Habéis sido comprados por precio”. Así que, en respuesta a la pregunta, “¿Por qué Dios se preocupa tanto por la transgresión sexual?”, es en parte debido al precioso regalo ofrecido por Su Hijo Unigénito y a través de Él a fin de redimir las almas—cuerpos y espíritus—que con demasiada frecuencia compartimos y abusamos de maneras baratas y sórdidas. Cristo restauró las semillas mismas de vidas eternas (véase D. y C. 132:19, 24), y las profanamos bajo nuestro propio riesgo. ¿Cuál es la primera razón para la pureza personal? Nuestras almas mismas están involucradas y en juego.

Un símbolo de la unión total

Segundo, permítanme sugerir que la intimidad humana, esa unión sagrada y física ordenada por Dios para una pareja casada, abarca un símbolo que exige santidad especial. Tal acto de amor entre un hombre y una mujer es —o ciertamente fue ordenado para ser— un símbolo de unión total: unión de corazones, esperanzas, vidas, amor, familia, futuro, de su todo. Es un símbolo al que nos referimos en el templo con la palabra sellar. El profeta José Smith dijo una vez que tal vez deberíamos referirnos (en inglés por lo menos) a ese vínculo tan sagrado como una “soldadura” (Nota del traductor: Estos adjetivos son transcreaciones de las palabras del versículo en inglés. Se escribe así para mantener las metáforas del discursante y la claridad de su mensaje), que aquellos unidos en el matrimonio y las familias eternas han sido “fundidos” juntos, inseparables por así decirlo, para resistir las tentaciones del adversario y las aflicciones de la mortalidad. (Véase D. y C. 128:18.)

Pero una unión tan total y virtualmente indestructible, un compromiso tan firme entre un hombre y una mujer, solo puede lograrse con la cercanía y la permanencia que ofrece el convenio matrimonial, al unir todo lo que poseen: el corazón y la mente mismos, todos sus días y todos sus sueños. Trabajan juntos, lloran juntos, disfrutan de Brahms y Beethoven y desayunos juntos, sacrifican y ahorran y viven juntos en nombre de toda la abundancia que una vida de tal intimidad le proporciona a dicha pareja. Y el símbolo externo de ese vínculo —la manifestación física de lo que es un lazo espiritual y metafísico muchísimo más profundo— es la unión física, una expresión sumamente hermosa y gratificante, la cual es parte de esa unión mayor y completa de promesas y propósitos eternos.

Por delicado que sea mencionarlo en este contexto, confío en su madurez para entender que fisiológicamente somos creados como hombres y mujeres para encajar juntos en tal unión. En esta máxima expresión física entre un hombre y una mujer, llegan a ser “uno” de la manera más completa y literal posible que dos cuerpos físicos separados pueden alcanzar. Es en ese acto de máxima intimidad física que más nos acercamos a cumplir el mandamiento que el Señor dio a Adán y Eva, símbolos vivientes para todas las parejas casadas, cuando Él los invitó a allegarse solo entre sí, y así convertirse en “una sola carne” (Génesis 2:24).

Obviamente, tal mandato a esta pareja, el primer esposo y esposa de la familia humana, tiene implicaciones ilimitadas —sociales, culturales y religiosas, así como físicas— pero ese es exactamente mi punto. Al llegar todas las parejas a ese momento de vinculación en la mortalidad, esa unión debe ser igual de completa. Ese mandamiento no se puede cumplir, y ese simbolismo de “una sola carne” no se puede preservar, si compartimos apresurada, culpable y clandestinamente esta intimidad en un rincón oscuro de una hora oscura, y luego nos retiramos igual de apresurados y culpables a nuestros mundos separados: no para comer, vivir, llorar o reír juntos, no para lavar la ropa y los platos y hacer tareas, no para planear el presupuesto y pagar las cuentas y cuidar a los niños y planificar el futuro juntos. No, no podemos hacer eso hasta que seamos verdaderamente uno: unidos, enlazados, vinculados, ligados, soldados, sellados, casados.

¿Pueden ver entonces la esquizofrenia moral que viene de fingir que somos uno, compartir los símbolos físicos y la intimidad física de nuestra unión, pero luego huir, retirarse, cercenar todos esos otros aspectos —y símbolos— de lo que se suponía que era una obligación total, solo para unirnos de nuevo furtivamente alguna otra noche o, peor aún, unirnos furtivamente (pueden notar el cinismo con el que utilizo esa palabra) con algún otro compañero que no está más ligado a nosotros que el anterior, que no es más “uno” con nosotros que el último o el que vendrá la semana que viene o el mes que viene, o el año que viene o en cualquier momento, antes de asumir los compromisos vinculantes del matrimonio?

Deben esperar. Deben esperar hasta que puedan dar todo, y no pueden dar todo hasta que estén al menos legalmente y, para los propósitos de los Santos de los Últimos Días, eternamente pronunciados como uno solo. El dar ilícitamente lo que no es suyo (recuerden: “no sois vuestros”) y el dar solo una parte que no va seguida por el regalo de entregar todo su corazón y todo su ser, de entregar su vida entera, es jugar a la ruleta rusa emocional. Si persisten en compartir parte sin el todo, en buscar satisfacción carente de simbolismo, en dar solo partes y piezas y fragmentos inflamados, corren el terrible riesgo de sufrir daños espirituales y psíquicos que pueden socavar su intimidad física y su devoción sincera a un futuro amor más auténtico. Puede que lleguen a ese momento de amor verdadero, de unión total, sólo para descubrir con horror que lo que debían haber preservado ya se ha agotado y, tengan presente, que solamente la gracia de Dios puede recobrar la virtud que poco a poco se fue disipando.

Un buen amigo mío que es Santo de los Últimos Días, el Dr. Victor L. Brown, hijo, escribió sobre este asunto:

La fragmentación permite a sus usuarios falsificar la intimidad.

Si nos relacionamos unos con otros en fragmentos, en el mejor de los casos perdemos relaciones completas. En el peor de los casos, manipulamos y explotamos a otros para nuestra gratificación. La fragmentación sexual puede ser particularmente dañina porque da poderosas recompensas fisiológicas que, aunque ilusorias, pueden persuadirnos temporalmente a pasar por alto los graves déficits en la relación general. Dos personas pueden casarse para la gratificación física y luego descubrir que la ilusión de unión se derrumba bajo el peso de las incompatibilidades intelectuales, sociales y espirituales.

La fragmentación sexual es particularmente dañina porque es particularmente engañosa. La intensa intimidad humana que debe disfrutarse y expresarse con la unión sexual se ve falsificada por episodios sensuales que sugieren —pero no pueden proveer— aceptación, comprensión y amor. (Tales encuentros hacen pensar a personas solitarias y desesperadas que buscan un denominador común para la gratificación fácil y rápida, que el fin justifica los medios). [Victor L. Brown, Jr., Human Intimacy: Illusion and Reality (Salt Lake City, Utah: Parliament Publishers, 1981), pág. 5–6]

Escuchen una observación mucho más mordaz de alguien que no es Santo de los Últimos Días sobre tales actos carentes tanto del alma y del simbolismo que hemos estado discutiendo. Él escribe:

Nuestra sexualidad ha sido animalizada, despojada de la complejidad emocional con que los seres humanos la han dotado, reduciéndonos a solo contemplar el acto y temer nuestra impotencia en él. Es de esta animalización de la que no pueden escapar los manuales sexuales, incluso cuando lo intentan, porque son reflejos de ella. [Bien] podrían ser libros de texto para veterinarios. [Fairlie, Seven Deadly Sins, pág. 182]

En este asunto de intimidad fingida y gratificación engañosa, insto especial precaución a los hombres que escuchan este mensaje. Toda mi vida he escuchado que le toca a la joven ser responsable de controlar los límites de la intimidad en el noviazgo porque un joven no puede. Pocas veces he oído un argumento sobre el tema que me dé más ganas de vomitar que ese.  ¿Qué clase de hombre es él, qué sacerdocio, poder, fuerza o autodominio tiene este hombre que le permite desarrollarse en la sociedad, crecer hasta la edad de la responsabilidad madura, tal vez incluso obtener una educación universitaria y prepararse para afectar el futuro de colegas y reinos y el curso del mundo, y sin embargo no tiene la capacidad mental o la voluntad moral de decir: “No haré esto”? No, esta psicología lamentable y simplista lo justificaría al decir: “Simplemente no puedo controlarme. Mis glándulas tienen control completo sobre mi vida: mi mente, mi voluntad y todo mi futuro.”

Decir que una mujer joven en tal relación debe asumir tanto su responsabilidad como la del joven es la doctrina más discriminatoria que haya escuchado. En la mayoría de los casos, si ocurre una transgresión sexual, pongo la carga directamente sobre los hombros del hombre —para nuestros propósitos probablemente un poseedor del sacerdocio— y ahí es donde creo que Dios quería que recayera esta responsabilidad. Al decir eso, no excuso a las mujeres jóvenes que no ejercen ninguna restricción y no tienen el carácter o la convicción para exigir intimidad solo en el momento indicado. He tenido suficiente experiencia en llamamientos de la Iglesia para saber que tanto las mujeres como los hombres pueden ser depredadores. Pero me niego a creerme la inocencia fingida de algún joven que quiere pecar y llamarlo psicología.

De hecho, lo más trágico es que la joven suele ser la víctima, la que a menudo sufre el mayor dolor, la que a menudo se siente usada y abusada y terriblemente impura. Y por esa suciedad impuesta pagará el hombre, tan cierto como que el sol se pone y los ríos corren hacia el mar.

Noten el lenguaje directo del profeta Jacob sobre este relato en el Libro de Mormón. Después de una confrontación audaz sobre el tema de la transgresión sexual entre los nefitas, cita a Jehová:

Porque yo, el Señor, he visto el dolor y he oído el lamento de las hijas de mi pueblo en la tierra

Y no permitiré, dice el Señor de los Ejércitos, que el clamor de las bellas hijas de este pueblo ascienda a mí contra los varones de mi pueblo, dice el Señor de los Ejércitos.

Porque no llevarán cautivas a las hijas de mi pueblo, a causa de su ternura, sin que yo los visite con una terrible maldición, aun hasta la destrucción. [Jacob 2:31-33; énfasis añadido]

No se dejen engañar y no se dejen destruir. A menos que controlen dicho fuego, su ropa y su futuro acabarán quemados. Y su mundo, a falta de un arrepentimiento doloroso y completo, arderá en llamas. Les doy mi palabra de que así será; Les doy la palabra de Dios. Dios así lo ha prometido.

Un santo sacramento

Eso me lleva a mi última razón, un tercer esfuerzo para explicar el por qué. Después de alma y símbolo, la palabra es sacramento, un término estrechamente relacionado con los otros dos. La intimidad sexual no es solo una unión simbólica entre un hombre y una mujer —la unión de sus propias almas—, sino que también es simbólica de una unión entre mortales y deidad, entre humanos ordinarios y falibles que se unen por un momento raro y especial con Dios mismo y con todos los poderes por los cuales Él da vida en este amplio universo nuestro.

En este último sentido, la intimidad humana es un sacramento, un tipo de símbolo muy especial. Para nuestro propósito aquí hoy, un sacramento podría ser cualquiera de una serie de gestos, actos u ordenanzas que nos unen con Dios y Sus poderes ilimitados. Somos imperfectos y mortales; Él es perfecto e inmortal. Pero de vez en cuando —de hecho, tan a menudo como sea posible y apropiado— vamos a lugares y creamos circunstancias y encontramos maneras para poder unirnos simbólicamente con Él y al hacerlo obtener acceso a Su poder. Esos momentos especiales de unión con Dios son momentos sacramentales, como arrodillarse ante un altar matrimonial, bendecir a un bebé recién nacido o participar de los emblemas de la cena del Señor. Esta última ordenanza es la que nosotros en la Iglesia hemos llegado a asociar más tradicionalmente con la palabra sacramento, aunque técnicamente es solo uno de los muchos momentos en que formalmente tomamos la mano de Dios y sentimos Su poder divino.

Esos son momentos en los que en un sentido muy literal unimos nuestra voluntad a la voluntad de Dios, nuestro espíritu a Su Espíritu, donde la comunión a través del velo se hace muy real. En esos momentos, no sólo reconocemos Su divinidad, sino que en un sentido muy literal tomamos sobre nosotros algo de esa divinidad. Tales son los santos sacramentos.

Ahora, nunca he escuchado de nadie que, por ejemplo, se apresure a entrar en medio de un servicio sacramental, agarre el mantel de las mesas, tire el pan por toda la habitación, vuelque las bandejas de agua al suelo y se retire con risas del edificio para esperar la oportunidad de hacer lo mismo en otro servicio de adoración el domingo siguiente. Nadie que pueda escucharme ahora haría eso durante uno de los momentos verdaderamente sagrados de nuestra adoración religiosa. Además, nadie aquí violaría ninguno de los otros momentos sacramentales de nuestras vidas, esos momentos en los que conscientemente reclamamos el poder de Dios y por invitación estamos con Él en privilegio y principado.

Pero quiero recalcarles esta mañana, como la tercera de las tres razones que les he dado para permanecer limpios, que la unión sexual es, a su propia manera profunda, un sacramento muy real del más alto orden, una unión no solo entre un hombre y una mujer, sino en gran medida la unión de ese hombre y esa mujer con Dios. De hecho, si nuestra definición de sacramento es ese acto de asir, compartir y ejercer el inestimable poder de Dios, entonces no conozco prácticamente ningún otro privilegio divino que se nos dé tan regularmente a todos —mujeres y hombres, ordenados o no ordenados, Santos de los Últimos Días o no— que el poder milagroso y majestuoso de transmitir la vida, el inefable, incomprensible e inquebrantable poder de la procreación. Hay momentos especiales en sus vidas cuando las otras ordenanzas más formales del evangelio —los sacramentos, por así decirlo— les permiten sentir la gracia y la grandeza del poder de Dios. Muchas son experiencias únicas (como nuestra propia confirmación o nuestro propio matrimonio), y algunas son repetibles (como bendecir a los enfermos o hacer ordenanzas por otros en el templo). Pero no conozco nada tan poderoso y sin embargo tan universal y generosamente dado a nosotros como el poder dado por Dios, disponible en cada uno de nosotros desde nuestros primeros años de adolescencia, para crear un cuerpo humano, esa maravilla de todas las maravillas, un ser genética y espiritualmente único nunca antes visto en la historia del mundo y que nunca será duplicado en todas las eras de la eternidad—un niño, su hijo—con ojos y orejas, dedos de las manos y de los pies y un futuro de indescriptible grandeza.

Imagínense eso, por favor: adolescentes, y todos nosotros durante muchas décadas después, que portan diariamente —cada hora, minuto a minuto, prácticamente cada instante del día y de la noche de nuestra vida— el poder y la química y las semillas eternamente transmitidas de la vida para conceder a alguien más su segundo estado, el siguiente nivel de su desarrollo en el plan divino de salvación. Yo les afirmo que ningún otro poder, del sacerdocio o de otro tipo, es dado por Dios tan universalmente y a tantas personas sin control sobre su uso excepto el autocontrol. Y yo les afirmo que nunca serán más como Dios en cualquier otro momento de esta vida que cuando están ejerciendo ese poder particular. De todos los títulos que ha escogido para Sí, el de Padre es el que Él declara, y la creación es Su lema, especialmente la creación humana, la creación a Su imagen. Su gloria no es una montaña, por muy impresionante que sean las montañas. No se encuentra en el mar o el cielo o la nieve o el amanecer, por muy hermosos que sean. No está en el arte o la tecnología, ya sea un concierto o una computadora. No, Su gloria —y Su dolor— son Sus hijos. Ustedes y yo somos Sus preciadas posesiones y somos la evidencia terrenal, por inadecuada que sea, de lo que Él realmente es. La vida humana es el más grande de los poderes de Dios, la química más misteriosa y magnífica, y a ustedes y a mí se nos ha dado, pero bajo la más seria y sagrada de las restricciones. Ustedes y yo, que no podemos crear ni montañas ni la luz de la luna, ni una gota de lluvia ni una sola rosa, tenemos, sin embargo, este regalo mayor de una manera absolutamente ilimitada. Y el único control que se nos ha impuesto es el dominio de nosotros mismos: el autodominio que nace del respeto por este poder sacramental y divino.

Sin duda, la confianza que Dios deposita en nosotros y en que respetaremos este don creador del futuro es asombrosamente abrumadora. Tal vez no podamos reparar una bicicleta ni armar un rompecabezas normal, pero con todas nuestras debilidades e imperfecciones, nosotros cargamos este poder procreativo que nos hace muy parecidos a Dios en al menos una manera grandiosa y majestuosa.

Un asunto serio

Almas. Símbolos. Sacramentos. ¿Algo de esto les ayuda a entender por qué la intimidad humana es un asunto tan serio? ¿Por qué es tan buena, gratificante e increíblemente hermosa cuando se da dentro del matrimonio y es aprobada por Dios (no solo buena sino buena “en gran manera”, declaró a Adán y Eva), y tan blasfemamente incorrecta—como el asesinato—cuando se da fuera de tal convenio? Al reunirnos en rincones y acariciarnos y quedarnos a dormir y acostarnos juntos, ponemos en peligro nuestras propias vidas. Nuestro castigo tal vez no llegue el día exacto de nuestra transgresión, pero cierta y seguramente llegará, y si no fuera por un Dios misericordioso y el preciado privilegio del arrepentimiento personal, demasiadas personas estarían sintiendo justo ahora ese dolor infernal, que (como la pasión que hemos estado discutiendo) también se describe siempre con la metáfora del fuego. Algún día, en algún lugar, en algún momento, los moralmente impuros tendrán que orar, como el hombre rico, hasta que se arrepientan, deseando que Lázaro “moje la punta de su dedo en agua y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama” (Lucas 16:24).

Hay quien dice que el mundo acabará en fuego,
hay quien dice que en hielo.
Por lo que he [probado] del deseo
estoy con los que por el fuego se decantan.

Para concluir, consideremos esto de dos intelectuales de la larga e instructiva historia de la civilización:

Ningún hombre [o mujer], por brillante o bien informado que sea, puede llegar en una sola vida a una compresión tan plena como para juzgar y descartar con toda seguridad las costumbres o instituciones de su sociedad, porque estas son la sabiduría de generaciones tras siglos de experimentación en el laboratorio de la historia. Un joven rebosante de hormonas se preguntará por qué no debe dar plena libertad a sus deseos sexuales; y si la costumbre, la moral o las leyes no lo frenan, puede que arruine su vida antes de madurar lo suficiente como para comprender que el sexo es un río de fuego que debe refrenarse y enfriarse con cien restricciones si no ha de consumir en el caos tanto al individuo como al grupo. [Will y Ariel Durant, The Lessons of History, (New York: Simon and Schuster, 1968), pág. 35–36]

O, en las palabras más eclesiásticas de James E. Talmage:

Se ha declarado en la solemne palabra de revelación que el espíritu y el cuerpo constituyen el alma del hombre; y, por lo tanto, debemos considerar este cuerpo como algo que perdurará en el estado resucitado, más allá de la tumba, algo que se debe mantener puro y santo. No teman ensuciar sus manos; no teman las cicatrices que se ganan con un esfuerzo sincero o [que se ganan] en una lucha honesta, pero cuídense de las cicatrices que desfiguran, que han adquirido en lugares donde no deberían haber ido, que les han ocurrido durante esfuerzos indignos [llevados a cabo donde no deberían haber estado]; cuídense de las heridas en batallas en las que han estado luchando del lado equivocado. [Talmage, CR, octubre de 1913, pág. 117]

Los amo por querer estar en el lado correcto del evangelio de Jesucristo. Expreso mi orgullo y aprecio por su fidelidad. Como dije antes, son una inspiración absoluta para mí. Considero que es el mayor de todos los privilegios profesionales el asociarme con ustedes en esta universidad en un momento de sus vidas en el que están concretando lo que creen y forjando lo que será su futuro.

Si algunos de ustedes sienten las “cicatrices … que han adquirido en lugares donde no deberían haber ido”, deseo extenderles la paz y la promesa especiales disponibles a través del sacrificio expiatorio del Señor Jesucristo. Testifico de Su amor y de los principios y ordenanzas del Evangelio restaurado que hacen que ese amor esté disponible para nosotros con todo su poder purificador y sanador. Testifico del poder de estos principios y ordenanzas, incluyendo el arrepentimiento completo y redentor, los cuales solo se llevan a cabo en su plenitud en esta Iglesia verdadera y viviente del Dios verdadero y viviente. Ruego que podamos “venir a Cristo” y recibir la plenitud del alma, el símbolo y el sacramento que Él nos ofrece, en el nombre de Jesucristo. Amén.

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    Jeffrey R. Holland

    Jeffrey R Holland era presidente de la Universidad Brigham Young cuando pronunció este discurso el 12 de enero de 1988.