Devocional

Crear recuerdos

Miembro del Quórum de los Doce Apóstoles de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días

1 de noviembre de 1992

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Al examinar la colección que han incluido en el libro de su vida, ¿encontrarán las cosas que el Señor estableció como muestra de la obediencia a Sus leyes?


Tenemos la intención de modificar esta traducción cuando sea necesario. Si tiene sugerencias, por favor mándenos un correo a speeches.spa@byu.edu

Este verano alcancé uno de esos hitos de mi vida dictados por el tiempo: la experiencia de cumplir setenta años. Mi familia pensó que era un evento tan especial que decidieron organizar una fiesta de cumpleaños e invitar a toda la familia inmediata a unirse. Mi hermano sintió que era lo suficientemente importante como para conducir 1.300 km desde Seattle para estar con nosotros. Otro hermano vino desde Cache Valley y manejó casi 128 km. Mis hermanas ya estaban en Salt Lake y fueron ellas, junto con mi esposa, quienes organizaron la celebración.

Allí, en presencia de las personas que más aprecio, mi familia, pasé una noche muy agradable. Todos la disfrutamos. Asistieron mi esposa, mis hijos y todos mis nietos, menos uno, que está en el campo misional, mis dos hermanas, mis dos hermanos y sus esposas, y mis sobrinas y sobrinos. La noche estuvo llena de historias y sucesos que me trajeron un torrente de recuerdos.

Comenzó cuando mi hermana me recordó la edad que estaba cumpliendo al contarme este pequeño relato. Me dijo: “¿Recuerdas cuando regresaste a casa de tu misión y te invitaron a una entrevista después de la misión con Levi Edgar Young, uno de los presidentes del Primer Cuórum de los Setenta?”

El número de misioneros en aquellos días era tan pequeño que a los que regresaban se les daba una entrevista con una Autoridad General. Al concluir la entrevista, se me indicó que fuera a casa y le dijera a mi presidente de estaca que yo debía ser ordenado setenta. Lleno de orgullo, regresé a casa y le informé a mi presidente de estaca la instrucción que había recibido. Resulta que mi presidente de estaca en ese entonces era mi padre. Él nunca obedeció la instrucción y yo nunca fui ordenado setenta.

Esto me dejó perplejo, y busqué a mi madre para preguntarle por qué mi padre nunca hizo caso de la instrucción. Mi madre me dio algunos sabios consejos, ella me dijo: “No te preocupes por eso. Él es tu presidente de estaca y sabe cuál llamamiento es el indicado para ti”. Poco tiempo después, me llamaron a la presidencia de los Hombres Jóvenes de estaca, lo cual condujo a un evento donde conocí a una hermosa joven que pronto se convirtió en mi esposa. Mi hermana me había traído un recuerdo muy agradable. Entonces me sorprendió con esta declaración: “Por fin has llegado a ser de los setenta”.

Finalmente llegó el momento de la respetada tradición de abrir regalos de cumpleaños. Esto siempre es una frustración para mi familia. ¿Qué se le da a un padre, a mi edad, cuando ya tiene un cajón lleno de calcetines nuevos sin usar, camisas blancas todavía envueltas en plástico y cuatro estantes llenos de corbatas? Mi hijo se adelantó y dijo: “Por fin he encontrado el regalo perfecto para ti”, y me entregó un bate de béisbol con un envoltorio blanco en el extremo. Mi primera reacción fue: «¿Un bate de béisbol a los setenta años?»

Le quité el envoltorio blanco y entonces comprendí por qué era un regalo perfecto. En el extremo del bate estaba impreso “Adirondack, Willie Mays’ Personal Model” con la firma real del jugador Willie Mays. Este bate era un símbolo de muchos grandes recuerdos. Mi mente se inundó de recuerdos de un cumpleaños especial que había ocurrido treinta años antes. Acabábamos de mudarnos de California a Nueva York. Habíamos dejado atrás a nuestro equipo de béisbol favorito, los San Francisco Giants, y a Willie Mays, quien era, por supuesto, la estrella de ese equipo.

En este cumpleaños especial, Willie y los Giants estaban en Nueva York jugando contra los Mets. Mi hijo había ahorrado su dinero y había comprado dos boletos como regalo de cumpleaños para mí ese año. Llegué a casa del trabajo temprano ese día para que tuviéramos tiempo de hacer el largo y transitado viaje hasta el estadio de béisbol de los Mets para el comienzo del juego. Compramos perros calientes, gaseosas y palomitas de maíz y nos acomodamos en nuestros asientos para ver a Willie Mays vencer a los Mets. El juego estaba empatado 4 a 4 al final de nueve entradas. Willie había bateado cuatro veces y no había logrado ningún hit. Le dije a mi hijo: “Tenemos un largo viaje de regreso a casa y tengo que levantarme temprano mañana para tomar el tren a la ciudad y llegar a una reunión”. Su respuesta fue: “A Willie le toca batear en la próxima entrada. Quedémonos para verlo batear una vez más”. La misma respuesta se produjo después de la undécima, la duodécima, la decimotercera y la decimocuarta entrada, y hasta la vigésima tercera entrada. Era ya más de la medianoche y el viaje a casa duraba bastante más de una hora. Cada vez que yo sugería irnos, mi hijo respondía: “Quedémonos para ver a Willie batear una vez más”.

Luego, en la primera de la vigésima tercera entrada, Willie salió a batear y mandó la pelota por encima de la cerca del campo central. Por supuesto, terminamos de ver la vigésima tercera entrada para estar seguros de que los Giants ganarían 5 a 4. Llegamos a casa a las 2:30 de la madrugada. No pude dar lo mejor de mí en las reuniones del día siguiente, pero tenía un recuerdo duradero que atesorar. Ahora hay un objeto de madera —un bate de béisbol— en un rincón de mi oficina como recuerdo de una relación especial entre padre e hijo llena de tantos buenos momentos.

Recuerdo cuando tomé a un niño pequeño de los brazos de su madre y lo llevé al frente de una congregación de santos, donde le di un nombre y una bendición de padre. Cuán agradecido estaba de ser digno de las llaves del sacerdocio que me hacían merecedor de tan especial privilegio. Recuerdo cuán importante fue en su cumpleaños número ocho cuando pude llevarlo a las aguas del bautismo y luego sacarlo, ejerciendo nuevamente las llaves del sacerdocio, y lo confirmé miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.

Cuatro años más tarde llegó otro recuerdo, porque en ese entonces servía como miembro de un obispado, y mis llaves del sacerdocio me autorizaban para poner mis manos sobre su cabeza y conferirle el Sacerdocio Aarónico y ordenarlo al oficio de diácono en ese sacerdocio.

Y así fue el caso con los oficios del sacerdocio de maestro y presbítero. Llegó a la edad de diecinueve años, y yo ocupaba el oficio de presidente de estaca. Me fue posible conferirle el Sacerdocio de Melquisedec a mi hijo y ordenarlo al oficio de élder. Luego vino la emoción de apartarlo como misionero de tiempo completo y enviarlo a Japón a servir al Señor.

Poco después de que él regresara de una misión exitosa, me llamaron a ser Autoridad General. Con ese llamamiento vino el poder para efectuar sellamientos, el cual se me confirió. Unos años más tarde, mi hijo y una hermosa joven se arrodillaron ante mí en el santo templo, y los sellé como esposo y esposa por esta vida y por toda la eternidad.

Los recuerdos no terminan ahí. Estos dos jóvenes pronto se dirigieron hacia el este, a New Haven, Connecticut, para asistir a la universidad. Una noche recibí una llamada telefónica de mi hijo. Me dijo: “Papá, ¿qué tan rápido puedes llegar a New Haven?” Le pregunté cuál era el problema. Me dijo: “No hay problema. Me van a llamar al obispado el domingo y quiero que me ordenes al oficio de sumo sacerdote”. Así que tomé el siguiente vuelo a New Haven para crear otro recuerdo único.

Tras todo esto, aún no habíamos terminado. Unos años más tarde, regresé de una conferencia de estaca que me habían asignado y recibí otra llamada telefónica. Mi hijo me dijo: “El élder Ashton me acaba de llamar como presidente de estaca. Él conoce nuestra historia. Dice que no se atrevería a poner las manos sobre mi cabeza para apartarme al nuevo llamamiento. ¿Puedes conducir hasta Provo y apartarme?” ¡Qué grandes recuerdos de la relación padre-hijo guarda este pedazo de madera!

Aprendí algo más sobre los recuerdos en un viaje reciente a los Países Bajos. En una de nuestras reuniones, la esposa del presidente de misión nos comentó sobre las instrucciones que les daba a los misioneros, en las que utilizaba dos declaraciones: “Ojalá lo hubiera hecho” y “Me alegro de haberlo hecho”. Así que esta noche vengo a ustedes con una pregunta sobre los recuerdos eternos que están creando en su vida. ¿A estos recuerdos les sigue el comentario: “Ojalá lo hubiera hecho”, o pueden decir: “Me alegro de haberlo hecho”?

Uno de los mejores ejemplos que se me ocurren en las Escrituras de alguien que pensaba “Ojalá lo hubiera hecho” es Alma. Después de su conversión, se dedicó a la obra con gran vigor y vitalidad, con valor y determinación para cumplir lo que se le había llamado a hacer. El Señor le dio otra oportunidad de poder decir: “Me alegro de haberlo hecho”.

Sin embargo, antes de la milagrosa conversión de Alma, Alma padre tenía serias preocupaciones. Él era el líder espiritual de los nefitas y era consciente de que muchos de los jóvenes no creían en Dios. No querían bautizarse ni tampoco unirse a la iglesia. Peor aún era el hecho de que los incrédulos se burlaban y ridiculizaban a los miembros fieles de la Iglesia, y a estos incrédulos los dirigía su propio hijo, Alma, quien hacía todo lo posible para destruir la Iglesia.

Alma, hijo, era uno de los pecadores más viles. Era un hombre malvado e idólatra, y presentaba un gran estorbo para la obra de Dios. Al escuchar sus palabras lisonjeras y falsas, la fe que el pueblo tenía en el Señor empezó a vacilar y Satanás comenzó a tener poder sobre ellos. Poco a poco fueron alejándose de la verdad. A pesar de la iniquidad de Alma, hijo, su padre lo amaba y nunca perdió la esperanza de que su hijo se arrepintiera y viviera una vida mejor. Añoraba ver a su hijo feliz y fiel en la Iglesia. Junto con muchas de las otras personas fieles, oró con mucha fe para que de alguna manera su hijo fuera llevado al conocimiento de la verdad.

El joven Alma tenía cuatro amigos que eran hijos del rey Mosíah. Ellos también eran inicuos, y se habían unido a Alma para viajar por toda la tierra, tratando de destruir la Iglesia. Un día, mientras estaban ocupados en sus actividades malvadas, se les apareció un ángel del Señor. Al hablar, la voz del ángel resonó como un trueno e hizo que el suelo donde estaban los jóvenes temblara violentamente. Alma y sus amigos estaban tan asustados que cayeron al suelo. El ángel mandó: “Alma, levántate y acércate, pues, ¿por qué persigues tú la iglesia de Dios?” (Mosíah 27:13).

Obedientemente, Alma se puso de pie y escuchó al ángel. Le dijo que su padre había orado por él. El ángel explicó que había sido enviado en respuesta a las fieles oraciones del padre de Alma. El ángel había venido para convencer al joven Alma del poder de Dios y, mientras hablaba, la tierra tembló. Le preguntó a Alma:

Y he aquí, ¿puedes ahora disputar el poder de Dios? Pues, he aquí, ¿no hace mi voz temblar la tierra?, ¿y no me ves ante ti? Y soy enviado de Dios.

Ahora te digo: … sigue tu camino, y no trates más de destruir la iglesia, para que las oraciones de ellos sean contestadas, aun cuando tú, por ti mismo, quieras ser desechado. [Mosíah 27:15–16]

Con estas palabras, el ángel se fue. Alma y sus amigos quedaron tan asombrados que cayeron al suelo otra vez. Con sus propios ojos habían visto un ángel del Señor. Habían oído su voz y habían sentido temblar el suelo cuando habló. Sabían que solo el poder de Dios podía hacer que la tierra temblara tan violentamente.

Alma, hijo, estaba tan abrumado por las cosas que había visto y oído que permaneció impotente durante varios días. No podía hablar, ni siquiera mover los brazos ni las piernas. Cuando sus amigos lo vieron inerte, lo llevaron a su casa y lo colocaron delante de su padre. Alma, padre, se alegró muchísimo cuando supo lo que le había sucedido a su hijo. Sabía que era una respuesta a sus oraciones y que el Señor le estaba ayudando a su hijo a saber la verdad. Estaba tan feliz que invitó a una multitud de personas a venir y ver el resultado de las oraciones que habían ofrecido.

Luego, Alma, padre, les pidió a los miembros del sacerdocio que ayunaran y oraran, rogándole al Señor que abriera la boca de Alma, hijo, para que pudiera hablar, y rogándole también que sus brazos y piernas recibieran su fuerza. Durante dos días y dos noches ayunaron y oraron. Durante ese tiempo, Alma, hijo, permaneció inmóvil, pues estaba pasando por el difícil proceso del arrepentimiento. El recuerdo de sus pecados y de cómo se había rebelado contra Dios lo martirizaba; se dio cuenta de que había llevado a muchas personas a hacer el mal, y la sola idea de regresar a la presencia de Dios hacía que el horror le atormentara el alma. Pensó: “¡Oh si fuera desterrado … y aniquilado en cuerpo y alma, a fin de no ser llevado para comparecer ante la presencia de mi Dios para ser juzgado por mis obras!” (Alma 36:15)

Admitir todos sus pecados fue una experiencia angustiosa y dolorosa para Alma. Se sentía profundamente apesadumbrado y avergonzado. En medio de toda esa desesperación, el joven Alma recordó que su padre había dicho que Cristo vendría al mundo y sufriría por los pecados de toda la humanidad. Por primera vez en su vida, Alma, hijo, suplicó perdón, exclamando: «¡Oh Jesús, Hijo de Dios, ten misericordia de mí[!]» (Alma 36:18). Finalmente, el sufrimiento de Alma fue reemplazado por un sentimiento de intenso gozo cuando se dio cuenta de que había sido perdonado. Sabía que el Salvador lo amaba, y un desbordante amor por el Señor llenó toda su alma. Se le había enseñado un poderoso testimonio de la verdad.

El joven Alma se levantó de su lecho y comenzó a hablarle al pueblo. Su padre debió haber sentido un entusiasmo especial al escucharlo decir: “me he arrepentido de mis pecados, y el Señor me ha redimido; he aquí, he nacido del Espíritu” (Mosíah 27:24). Dio testimonio a la gente, diciendo que, aunque había rechazado a Jesús antes, ahora sabía que Jesús era el Hijo de Dios y el Redentor del mundo.

Alma, hijo, y los hijos de Mosíah cambiaron sus vidas. En lugar de tratar de destruir la Iglesia, viajaron por toda la tierra tratando de corregir los errores que habían cometido. Luego, en las Escrituras se registra:

Y aconteció que de allí en adelante, Alma y los que estaban con él cuando el ángel se les apareció empezaron a enseñar al pueblo, viajando por toda la tierra, proclamando a todo el pueblo las cosas que habían oído y visto, y predicando la palabra de Dios con mucha tribulación, perseguidos en gran manera por los que eran incrédulos, y golpeados por muchos de ellos.

Pero a pesar de todo esto, impartieron mucho consuelo a los de la iglesia, confirmando su fe y exhortándolos con longanimidad y mucho afán a guardar los mandamientos de Dios.

Y cuatro de ellos eran los hijos de Mosíah; y se llamaban Ammón, y Aarón, y Omner e Himni; y estos eran los nombres de los hijos de Mosíah.

Y viajaron por toda la tierra de Zarahemla y entre todo el pueblo que se hallaba bajo el reinado del rey Mosíah, esforzándose celosamente por reparar todos los daños que habían causado a la iglesia, confesando todos sus pecados, proclamando todas las cosas que habían visto y explicando las profecías y las Escrituras a cuantos deseaban oírlos.

Y así fueron instrumentos en las manos de Dios para llevar a muchos al conocimiento de la verdad, sí, al conocimiento de su Redentor.

¡Y cuán benditos son! Pues publicaron la paz; proclamaron gratas nuevas del bien; y declararon al pueblo que el Señor reina. [Mosíah 27:32–37]

A partir de ese momento, vemos a Alma salir y predicar con mucha osadía, teniendo el valor de levantarse en situaciones peligrosas y declarar su creencia a quienes lo escucharan. Sufrió mucha persecución y humillación por causa del servicio que estaba prestando de llevar almas a nuestro Señor y Salvador.

A medida que continuamos leyendo sus experiencias misionales, lo vemos tan entusiasmado con el servicio que está prestando que casi desearía no tener los límites de la vida terrenal que lo limitan en su trabajo. Escuchen sus palabras:

¡Oh, si fuera yo un ángel y se me concediera el deseo de mi corazón, para salir y hablar con la trompeta de Dios, con una voz que estremeciera la tierra, y proclamar el arrepentimiento a todo pueblo!

Sí, declararía yo a toda alma, como con voz de trueno, el arrepentimiento y el plan de redención: Que deben arrepentirse y venir a nuestro Dios, para que no haya más dolor sobre toda la superficie de la tierra. [Alma 29:1–2]

¡Qué gran ejemplo de la actitud “Me alegro de haberlo hecho”!

Si nos remontáramos a la historia de la humanidad, si pudiéramos seleccionar un solo principio que contribuyera especialmente a los recuerdos del tipo “Me alegro de haberlo hecho”, ¿cuál sería? Creo que es obvio. Sería el principio de la obediencia. Cuando nuestros primeros padres terrenales se vieron expulsados del Jardín de Edén al mundo solitario y lúgubre, se encontraron con un nuevo y pesado requisito que se les imponía: obtener su pan con el sudor de su rostro. Abrumados por su nueva responsabilidad, acudieron al Señor. Las Escrituras registran los resultados de su petición:

Y Adán y Eva, su esposa, invocaron el nombre del Señor, y oyeron la voz del Señor que les hablaba en dirección del Jardín de Edén, y no lo vieron, porque se encontraban excluidos de su presencia.

Y les dio mandamientos de que adorasen al Señor su Dios y ofreciesen las primicias de sus rebaños como ofrenda al Señor. Y Adán fue obediente a los mandamientos del Señor.

Y después de muchos días, un ángel del Señor se apareció a Adán y le dijo: ¿Por qué ofreces sacrificios al Señor? Y Adán le contestó: No sé, sino que el Señor me lo mandó.

Entonces el ángel le habló, diciendo: Esto es una semejanza del sacrificio del Unigénito del Padre, el cual es lleno de gracia y de verdad.

Por consiguiente, harás todo cuanto hicieres en el nombre del Hijo, y te arrepentirás e invocarás a Dios en el nombre del Hijo para siempre jamás.

Y en ese día descendió sobre Adán el Espíritu Santo, que da testimonio del Padre y del Hijo, diciendo: Soy el Unigénito del Padre desde el principio, desde ahora y para siempre, para que así como has caído puedas ser redimido; y también todo el género humano, sí, cuantos quieran.

Y Adán bendijo a Dios en ese día y fue lleno, y empezó a profetizar concerniente a todas las familias de la tierra, diciendo: Bendito sea el nombre de Dios, pues a causa de mi transgresión se han abierto mis ojos, y tendré gozo en esta vida, y en la carne de nuevo veré a Dios.

Y Eva, su esposa, oyó todas estas cosas y se regocijó, diciendo: De no haber sido por nuestra transgresión, nunca habríamos tenido posteridad, ni hubiéramos conocido jamás el bien y el mal, ni el gozo de nuestra redención, ni la vida eterna que Dios concede a todos los que son obedientes. [Moisés 5:4–11]

Es interesante observar la paz y satisfacción especiales que llenaron las almas de Adán y Eva una vez que comprendieron el propósito de su existencia y las reglas por las que vivirían a fin de disfrutar de las bendiciones continuas del Señor.

No hay una lección más poderosa comunicada por el Señor a través de Sus profetas que este mensaje que se encuentra en Doctrina y Convenios:

Hay una ley, irrevocablemente decretada en el cielo antes de la fundación de este mundo, sobre la cual todas las bendiciones se basan;

y cuando recibimos una bendición de Dios, es porque se obedece aquella ley sobre la cual se basa. [D. y C. 130:20–21]

El Antiguo Testamento está lleno de relatos que enseñan el principio de la obediencia. Leemos que Samuel unge a Saúl para ser rey de Israel. Saúl recibió el mandato de ir y vengar los agravios que los amalecitas habían infligido a Israel. Debía destruirlos por completo a ellos y a todo lo que poseían. Saúl marchó contra los amalecitas, prosiguiendo con su misión de destrucción. Pero cuando él y los ejércitos encontraron los hermosos animales que poseían, no se atrevieron a matar a tan buenos animales. Así que perdonaron “lo mejor de las ovejas, y del ganado mayor, y de los animales engordados, y de los carneros y de todo lo bueno”, y destruyeron el resto.

Y vino la palabra de Jehová a Samuel, diciendo:

Me pesa haber puesto a Saúl como rey, porque se ha apartado de mí y no ha cumplido mis palabras. Y se apesadumbró Samuel y clamó a Jehová toda aquella noche. …

Vino, pues, Samuel a Saúl, y Saúl le dijo: Bendito seas tú de Jehová; yo he cumplido la palabra de Jehová.

Samuel entonces dijo: ¿Pues, qué es este balido de ovejas que suena en mis oídos y este bramido de bueyes que yo oigo? …

Y Saúl respondió a Samuel: Antes bien, he obedecido la voz de Jehová, y fui a la misión que Jehová me envió, … y he destruido a los amalecitas.

Mas el pueblo tomó del botín ovejas y vacas, las primicias del anatema, para sacrificarlas a Jehová tu Dios en Gilgal.

Y Samuel dijo: ¿Acaso se complace Jehová tanto en los holocaustos y en los sacrificios como en la obediencia a las palabras de Jehová? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros.

Porque como pecado de adivinación es la rebelión, y como iniquidad e idolatría la obstinación. Por cuanto tú desechaste la palabra de Jehová, él también te ha desechado para que no seas rey.

Entonces Saúl dijo a Samuel: Yo he pecado; he quebrantado el mandamiento de Jehová y tus palabras, porque temí al pueblo y consentí a la voz de ellos. [1 Samuel 15:9–11, 13–14, 20–24]

La obediencia ayuda a crear buenos recuerdos. El Libro de Mormón está lleno de relatos de las bendiciones que provienen de la obediencia a las leyes del Señor y de la destrucción asociada con la desobediencia. No hay mayor evidencia que el viaje de la familia de Lehi hacia la tierra prometida. La obediencia le proporcionó a su familia instrumentos, herramientas, dirección, alimento y paz. La desobediencia les trajo angustia, sufrimiento y confusión.

La familia enfrentó una prueba de obediencia casi inmediatamente cuando el padre les indicó a sus hijos que regresaran a Jerusalén para obtener las planchas de bronce que contenían las Escrituras y la genealogía familiar. Nefi respondió a la petición de su padre diciendo:

Y sucedió que yo, Nefi, dije a mi padre: Iré y haré lo que el Señor ha mandado, porque sé que él nunca da mandamientos a los hijos de los hombres sin prepararles una vía para que cumplan lo que les ha mandado. [1 Nefi 3:7]

Después de dos intentos fallidos, decidieron ir por fe, confiando en el Señor para poder llevar a cabo su tarea. El tercer intento fue exitoso. Entonces Nefi aprendió una lección valiosa.

[He] aquí que el Señor mata a los malvados para que se cumplan sus justos designios. Es mejor que muera un hombre a dejar que una nación degenere y perezca en la incredulidad.

Y cuando yo, Nefi, hube oído estas palabras, me acordé de las que el Señor me había hablado en el desierto, diciendo: En tanto que tus descendientes guarden mis mandamientos, prosperarán en la tierra de promisión.

Sí, y también consideré que no podrían guardar los mandamientos del Señor según la ley de Moisés, a menos que tuvieran esa ley.

Y también sabía que la ley estaba grabada sobre las planchas de bronce. [1 Nefi 4:13–16]

¿Se imaginan el sentimiento de gozo que llenó el alma de Nefi cuando le entregó el registro a su padre, y también cuando lo examinaron y descubrieron que contenía los cinco libros de Moisés más la genealogía de Lehi? Esta era la prueba de que eran descendientes de José, quien fue vendido a Egipto. De nuevo leemos la reacción de Lehi al estudiar las planchas de bronce que su hijo le había entregado:

Y cuando mi padre vio todas estas cosas, fue lleno del Espíritu y empezó a profetizar acerca de sus descendientes:

Que estas planchas de bronce irían a todas las naciones, tribus, lenguas y pueblos que fueran de su simiente.

Por tanto, dijo que estas planchas nunca perecerían, ni jamás el tiempo las empañaría. Y profetizó muchas cosas en cuanto a su posteridad.

Y sucedió que hasta este punto mi padre y yo habíamos guardado los mandamientos que el Señor nos había mandado.

Y habíamos obtenido los anales que el Señor nos había mandado, y los escudriñamos y descubrimos que eran deseables; sí, de gran valor para nosotros, por motivo de que podríamos preservar los mandamientos del Señor para nuestros hijos. [1 Nefi 5:17–21]

La Encyclopedia of Mormonism declara:

La obediencia en el contexto del evangelio de Jesucristo significa cumplir con la voluntad de Dios, vivir de acuerdo con Sus enseñanzas y los susurros de Su Espíritu, y guardar Sus mandamientos. La desobediencia significa hacer cualquier esfuerzo menor a este, ya sea al seguir a Satanás y su voluntad, vivir de acuerdo con las propias necesidades y deseos egoístas, o ser una persona «perezosa» que debe ser «compelida en todo» (D. y C. 58:26).

Parte del propósito de Dios al diseñar la vida terrenal para Sus hijos era «[probarlos], para ver si harán todas las cosas que el Señor su Dios les mandare» (Abraham 3:25; cf. D. y C. 98:14). Pasar esa prueba es necesario para que uno progrese y llegue a ser como Dios, porque Él mismo vive de acuerdo con la ley y los principios de la justicia (Alma 42:22–26). Por consiguiente, la obediencia a la ley divina es esencial para el progreso eterno, y a quienes vivan obedientemente en esta vida «les será aumentada gloria sobre su cabeza para siempre jamás» (Abraham 3:26). [Encyclopedia of Mormonism, tomo III, (Nueva York: Macmillan Co., 1992), págs. 1020–21]

Todos escribimos diariamente en el libro de nuestra vida. De vez en cuando lo sacamos del estante y examinamos las entradas que estamos escribiendo. ¿Qué tipo de recuerdos inundarán su mente al examinar las páginas de sus actos personales? ¿Cuántas páginas contendrán entradas del tipo “Ojalá lo hubiera hecho”? ¿Habrá entradas de procrastinación y de no haber aprovechado las oportunidades especiales? ¿Encontrarán allí entradas de desconsideración en el trato a la familia, a los amigos o incluso a los extraños? ¿Habrá entradas de remordimiento como resultado de actos de injusticia y desobediencia? ¿Habrá actos de deshonestidad y falta de confianza? ¿Habrá entradas que muestren una falta de fe y una inclinación hacia los poderes destructivos de lo mundano?

Afortunadamente, cada día trae una página en blanco y limpia para que las entradas que digan “Ojalá lo hubiera hecho” se conviertan en entradas que demuestren “Me alegro de haberlo hecho”, lo cual logramos a través del proceso de reconocimiento, remordimiento, arrepentimiento y restitución. Cuanto más nos esforcemos cada hora de cada día por hacer muchas entradas del tipo “Me alegro de haberlo hecho”, más tachones del tipo “Ojalá lo hubiera hecho” escaparán a los rincones ocultos de nuestra mente. Los sentimientos de depresión por actos pasados u oportunidades perdidas serán eclipsados por bancos de recuerdos llenos de regocijo, entusiasmo y la alegría de vivir.

Al examinar la colección que han incluido en el libro de su vida, ¿encontrarán las cosas que el Señor estableció como muestra de la obediencia a Sus leyes? ¿Habrá certificados de bautismo, ordenaciones al Sacerdocio Aarónico y de Melquisedec para los hombres, y premios del programa En pos de la excelencia para las mujeres y, por supuesto, una carta de relevo honorable de una misión de tiempo completo? ¿Habrá recomendaciones vigentes para el templo, certificados de un matrimonio efectuado en el santo templo, recibos de diezmos y aceptaciones de llamamientos del sacerdocio y de las organizaciones auxiliares? Puede que algunas de estas cosas aún sean espacios en blanco que forman parte de sus planes futuros.

Mi consejo para ustedes esta noche es que llenen su banco de recuerdos y su libro de la vida con todas las actividades del tipo “Me alegro de haberlo hecho” que quepan en una sola vida. En su gran discurso, el rey Benjamín nos aconsejó en cuanto a la obediencia diciendo:

Y además, quisiera que consideraseis el bendito y feliz estado de aquellos que guardan los mandamientos de Dios. Porque he aquí, ellos son bendecidos en todas las cosas, tanto temporales como espirituales; y si continúan fieles hasta el fin, son recibidos en el cielo, para que así moren con Dios en un estado de interminable felicidad. ¡Oh recordad, recordad que estas cosas son verdaderas!, porque el Señor Dios lo ha declarado. [Mosíah 2:41]

Esperamos y rogamos que cada uno de nosotros encuentre en nuestra vida el compromiso y la disciplina para procurar esas experiencias positivas que nos conducirán a la libertad y a la vida eterna. Les testifico que Dios vive. Es al conformar nuestra vida a Su ley que encontraremos la verdadera felicidad aquí y oportunidades eternas en la vida venidera. Digo esto en el nombre de nuestro Señor y Salvador, Jesucristo. Amén.

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L. Tom Perry

L. Tom Perry era miembro del Quórum de los Doce Apóstoles de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días cuando pronunció este discurso en la Universidad Brigham Young el 1 de noviembre de 1992.