Diseñados para las relaciones por convenio
Profesora de Historia y Doctrina de la Iglesia en la Universidad Brigham Young
8 de noviembre de 2022
Profesora de Historia y Doctrina de la Iglesia en la Universidad Brigham Young
8 de noviembre de 2022
Este es el amor al que Dios nos está llamando a todos. Somos seres profundamente relacionales, diseñados para el amor y la conexión con Dios y con los demás.
Tenemos la intención de modificar la traducción cuando sea necesario. Si tiene alguna sugerencia, escríbanos a speeches.spa@byu.edu
Mis hermanos y hermanas, me siento profundamente honrada de estar aquí; sé que estoy en tierra santa durante esta hora de devocional que siempre ha sido sagrada a lo largo de la historia de esta universidad. Los mensajes transmitidos desde este lugar por queridos líderes, profesores y colegas han moldeado mi vida. Aún recuerdo exactamente dónde me senté durante algunos de esos significativos mensajes, que tuvieron lugar hace treinta años. Ruego para que ese sagrado don de iluminación a través de Su Espíritu nos acompañe hoy.
Estudiar acerca de la familia me ha conducido a las relaciones más profundas, vulnerables y duraderas de la vida, y esto me ha llevado a una poderosa verdad. Aunque nuestra cultura nos diga lo contrario, no estamos diseñados para la autorrealización y la búsqueda del placer autónomo. Somos seres profundamente relacionales, diseñados no para la independencia sino para una rotunda dependencia y conexión. El matrimonio y la vida familiar proporcionan un contexto poderoso para que experimentemos esta verdad. Pero no son sólo medios para alcanzar un fin. El amor familiar y el sentimiento de pertenecer son el fin.
Al comienzo de mis estudios, me maravillaba al enterarme del papel fundamental del matrimonio en la unión del hombre y la mujer, los poderes de la procreación y la vulnerabilidad de una nueva vida. Llegué a comprender lo que quería decir el profesor de la Universidad de Virginia W. Bradford Wilcox cuando concluyó sobre el matrimonio que “ninguna otra institución conecta de forma más fiable a dos padres, su dinero, talento y tiempo”1. Además de crear un entorno seguro y estable con cuidadores cariñosos de los cuales pueden depender los niños. Observé cómo un matrimonio sano beneficia a hombres y mujeres, aumentando su felicidad, salud mental y física, sentido de estabilidad y su inversión en el futuro2.
También fui testigo de la significativa influencia de los niños, lo que refleja la conclusión de la socióloga de Harvard Carle C. Zimmerman de que es la orientación de una sociedad hacia la crianza de los niños lo que define la “cima de la creatividad y el progreso [de esa civilización]”3. Fue el colega de Carle Zimmerman, Pitirim A. Sorokin, quien llegó a la conclusión de que “el cultivo del amor mutuo y la tarea de educar a sus hijos estimulan a las personas casadas a liberar y desarrollar sus mejores impulsos creativos”4. Esta conclusión permite comprender el revolucionario estudio de Kathryn J. Edin sobre la vida de las mujeres pobres del centro de Filadelfia, donde en un mundo de pobreza, abuso, uso de drogas, encarcelamiento, trauma relacional y con el matrimonio lejos de su alcance, las madres solteras se sintieron rescatadas por sus bebés. Quienes les trajeron estabilidad, un lugar en el mundo, y un propósito por el que dar la vida5. En su trabajo posterior, la Dra. Edin descubrió que los hijos tenían la misma influencia en los padres solteros6.
Me he maravillado al conocer la función complementaria de madres y padres en el desarrollo de los niños. Una madre está preparada para establecer un vínculo a través del cual pueda ocurrir la comunicación emocional que es esencial para el desarrollo de un niño. Su bebé también está preparado para establecer un vínculo con ella, pues ya conoce su olor, su voz y su rostro. Esta notable relación parece dar forma a los cimientos de la identidad, la sensación de bienestar y la comprensión emocional.
De forma complementaria, la relación de un padre con su hijo parece moldear la capacidad relacional, el rendimiento, la comprensión de los límites y la gestión de las emociones. La cercanía de un padre ofrece a su hija una experiencia profunda de lo que siente un amor protector masculino, reforzando su capacidad para tomar decisiones sexuales sensatas. Su cercanía con su hijo ofrece una experiencia con la masculinidad que es protectora y afectuosa, no impulsada por la agresividad, la fuerza física o las proclividades sexuales7.
Con dolor me he enterado de lo que ocurre cuando se separa a hombres y mujeres, a la unión sexual y a los niños. Posiblemente la verdad no se capte de forma más contundente que en las palabras del élder Jeffrey R. Holland pronunciadas en este mismo lugar:
[La unión sexual de] un hombre y una mujer son, o ciertamente fueron ordenados para ser, un símbolo de unión total: la unión de sus corazones, sus esperanzas, sus vidas, su amor, su familia, su futuro, su todo8.
Hemos visto los efectos psicológicos perturbadores de vincularse sexualmente, de compartir solo parte y no el todo, y luego romper lo que debía ser un compromiso total. Somos testigos del dolor de la participación sexual no relacional a medida que otros se convierten en objetos de satisfacción sexual. Vemos lo que eso ha supuesto para la sexualización de las mujeres9 y la languidez de los hombres10. Y vemos lo que esa ruptura ha significado para los niños.
La unión sexual está diseñada para crear y simbolizar una unión lo suficientemente fuerte como para que el corazón de un niño pueda confiar en esta. La ruptura del matrimonio ha provocado un aumento drástico del número de niños nacidos de padres no casados. Aunque muchos de estos niños logran crecer sin problemas graves11, sabemos también por cientos de estudios que, en promedio, los niños nacidos de padres no casados se enfrentan a mayores riesgos en todos los ámbitos del desarrollo12.
Tomar la decisión de terminar una relación matrimonial que es abusiva puede ser una decisión valiente y beneficiosa, sacando a los niños de un entorno destructivo. Pero, en general, la separación y el posible divorcio también implican un mayor riesgo, incluida la experiencia de una separación interna y, a veces, incluso el aplazamiento de un hijo13. Después de todo, los hijos son la materialización de la unión de sus padres. Para un niño, hay un anhelo por la integridad original de su ser, la unión amorosa de la madre y el padre de los cuales procede14.
Los padres de mi esposo se divorciaron cuando él tenía seis años. Todavía puede describir el momento en que su madre le preguntó: “Michael, ¿con quién quieres vivir?”.
Su corazón de seis años no pudo responder. Creció sin una fe religiosa, pero sentía un profundo cariño por la Navidad porque ese día sus padres volvían a reunirse para desayunar y abrir los regalos, y él volvía a sentirse pleno.
Presenciar el potencial tanto de alegría como de dolor de estas relaciones fundacionales me ha confirmado que somos seres profundamente relacionales. Nuestro albedrío individual nos dota de la responsabilidad y el privilegio de convertirnos en seres que pueden experimentar las formas más profundas de conexión. No estamos diseñados para ser individuos independientes y autorrealizados. En el exquisito lenguaje del primer y gran mandamiento, cada uno de nosotros somos «un conjunto de corazón-alma-mente-fuerza diseñado para el amor»15.
Venimos a esta tierra en busca de otros y dependemos de ellos, programados para reconocer y responder, pues “cobramos vida cuando estamos en relaciones de mutua dependencia y confianza”16. La tarea más importante de todo infante es buscar un rostro, aquel rostro que le devuelve la mirada y en el que fija sus ojos. Es al conectarnos con otro que comenzamos a saber quiénes somos. Ese mismo infante algún día cuidará de sus padres ancianos a medida que continúa el profundo ciclo de cuidado y dependencia. Porque es en el amar y ser amado que “somos más plena y distintivamente nosotros mismos”17. Para eso estamos hechos.
Es probable que hayan oído hablar de la epidemia de soledad, el aumento de los problemas de salud mental18 y la disminución del bienestar entre adolescentes y jóvenes adultos19. El individualismo, el afán de trabajar, el descenso de la tasa de matrimonios, la disminución del compromiso con la comunidad, el descenso de la religiosidad y las redes sociales parecen haber desempeñado un papel, y la soledad más profunda se deriva de la interrupción y el desorden de la vida familiar20. Una cultura centrada en el individualismo extremo nos ha dejado hambrientos.
Como escribió Terry A. Veling al describir la profunda intuición de Emmanuel Levinas: “no soy un yo ante mí mismo, sino un yo ante el otro”21. La presencia del otro suscita mi respuesta, convirtiéndome de inmediato en un ser capaz de responder, llamándome a atender, a escuchar, a servir. De hecho, el ideal individualista, autónomo y expresivo que modela nuestra cultura nos ha cegado ante el hecho de que el propósito final del albedrío no es el poder de elegir. Es la libertad, el tipo de libertad descrita poderosamente por Dietrich Bonhoeffer: la libertad de ser “para el otro”22 como nuestro Redentor lo fue tan majestuosamente para nosotros.
El hogar es el lugar central en el que se desarrollan esa responsabilidad y libertad, donde el amor, la devoción y el sacrificio crean vínculos a través de los cuales podemos ser más vistos, conocidos y amados. Cuando el cirujano general de Estados Unidos, Vivek H. Murthy, declaró una epidemia de soledad, la describió como sentirse “sin hogar”23. En sus palabras: “Estar en casa es ser conocido”24. Nuestra prosperidad cultural depende del desarrollo y la experiencia de esa capacidad relacional y moral. Esta es la razón por la que las familias son tan importantes.
Pero por mucho que anhelemos esto, no es un proceso fácil. Se trata de intimidad, con todo el miedo que conlleva a exponerse, a ser vistos y conocidos en todo lo que somos y en todo lo que no somos. Se trata de responsabilidad y profunda confiabilidad para que otros estén seguros bajo nuestro cuidado.
En nuestro egoísmo y miedo a exponernos, se nos dificulta poder experimentar la profunda conexión que anhelamos. Como describe Andy Crouch:
Enseguida, incluso en hogares relativamente sanos, … comenzamos a experimentar episodios de ira, rechazo y vergüenza de parte de los demás. Y también descubrimos que no es solo el otro el que puede estar ausente o enojado, nosotros también deseamos escapar y escondernos. Aprendemos, sorprendentemente pronto, cómo destruir una relación25.
No me convertí en madre hasta que tuve casi los treinta y cinco años, después de haber estudiado maternidad durante una década. Anhelaba tener un bebé y experimentar la sensación de un amor ferviente al criar a otra alma. Rápidamente me di cuenta de lo inadecuado y a veces falso que podía ser mi amor. Descubrí que podía estar usando a nuestros pequeños para validarme a mí misma, queriendo que fueran y hicieran lo que me permitiera sentirme segura y validada al dejar mi carrera para criarlos. Como un poderoso espejo, dejaron al descubierto mis muchas debilidades. Tener un doctorado en ciencias de la familia hizo que mis debilidades parecieran aún más patéticas. A veces me preguntaba si el resto de los niños que habíamos anhelado tener habrían huido al presenciar mis dificultades como madre. Ha sido esclarecedor y doloroso a la vez ver en mí misma la manera tan humana que tenemos de relacionarnos con los demás —buscar la validación, el egoísmo, la autoprotección— que me impide ver realmente quiénes son los demás, qué necesitan de verdad y cómo sería la pureza del amor al hacer lo que es mejor para ellos.
Me he dado cuenta de que cuando mi forma de relacionarme con mi marido, mis hijos o cualquier otra persona es utilizarlos para mi propia validación, para esconderme o separarme o compararme o para competir, para posicionarme de alguna manera como mejor o peor, estoy atrapada, incapaz de ser verdaderamente libre para ver, conocer, amar o ser para el otro.
Hermanos y hermanas, me regocijo en que toda la obra del plan de salvación, que culmina en el gran sacrificio expiatorio del Señor Jesucristo, sea capacitarnos para convertirnos en seres de amor en la forma más profunda de conexión con los demás. Eso es lo que vio el profeta José Smith en la visión que se describe en Doctrina y Convenios 76. La esfera celestial es un lugar de profunda intimidad donde “ve[mos] como so[mos] vistos, y conoce[mos] como so[mos] conocidos, habiendo recibido de su plenitud y de su gracia”26.
Esto nos enseña que todos los mandamientos y todas las verdades reveladas por los profetas de Dios —incluso las preciosas verdades de la proclamación sobre la familia27— deben guiarnos por los caminos de Dios para que lleguemos a ser seres de amor. Como se ha cantado tan bellamente esta mañana, todo “testifica del amor del sublime Creador”28. La rectitud nunca es un fin en sí mismo. Es una forma de ser que me permite conocer y ver en pureza y, al hacerlo, amar. Esta no es una forma barata de amor: una cálida afirmación para hacerme sentir bien a mí y a los demás. Esta es la cualidad del amor puro, libre de cualquier diseño de autoprotección o autovalidación, ofreciendo lo que realmente se necesita por la razón correcta: ayudar a los demás a ser buenos.
Pero, ¿cómo nos convertimos en seres de tal amor? Experimentar tal pureza en las relaciones significa estar profundamente arraigado en lo que somos, reclamando la verdad sobre nuestra naturaleza relacional. Esta es la verdad que el presidente Russell M. Nelson nos ofreció el pasado mes de mayo cuando preguntó: “¿Quiénes son ustedes?” y luego respondió: “Primero y más importante, son hijos de Dios. … son hijos del convenio; … son discípulos de Jesucristo”29. Como ha señalado mi colega Joseph M. Spencer, no se trata de descripciones de una identidad autónoma; son relaciones que definen nuestro ser. La naturaleza divina de nuestros padres celestiales se manifiesta en la composición de nuestros cuerpos espirituales. Su vínculo de amor está en el centro de nuestro ser. No se trata de simples títulos: Padre y Madre eternos, Hermana y Hermano eternos. Son una realidad tangible.
El presidente Kevin J. Worthen testificó de esta realidad desde este mismo lugar hace dos meses: “Debido a que somos Sus hijos, Él nos amará, incluso si elegimos no amarlo”30. Luego, citando a Pablo, el presidente Worthen dijo: “Ni la muerte, … ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá apartar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro”31.
En las poderosas palabras del teólogo y sacerdote católico Henri J. M. Nouwen, “Ser el Amado expresa la verdad central de nuestra existencia”32. Estas palabras deben “reverberar en cada rincón de [nuestro] ser … [porque] podemos dar ese don sólo en la medida en que [nosotros] lo hemos reclamado para [nosotros mismos]”33. Nouwen continúa:
La mayor trampa en nuestra vida no es el éxito, la popularidad o el poder, sino el auto-rechazo. …
… El rechazo de uno mismo es el mayor enemigo de la vida espiritual porque contradice la voz sagrada que nos llama “Amado”34.
Todo pecado es, de alguna forma, un rechazo de esta relación con Dios. No es de extrañar que el pecado duela. Llewellyn Vaughan-Lee, un maestro del sufismo islámico, describe poderosamente: “Si seguimos el rastro de cualquier dolor, de cualquier herida psicológica, nos conducirá a este único dolor primario: el dolor de la separación”35. Los pecados que se cometen contra nosotros, así como los pecados que cometemos, son una separación de la verdad de nuestro ser divino.
En palabras de Adam S. Miller:
El pecado es mi rechazo de la oferta original de Dios de gracia y de asociación. … Soy yo tratando desesperadamente de confeccionar, a través de cualquier medio necesario —idolatría, vanidad, robo, adulterio, violencia, engaño— algún conjunto de cosas buenas que se acerque más a lo que yo quería que a lo que Dios me dio. Soy yo queriendo ganar más que amar. Soy yo eligiendo el aislamiento vacío de las fantasías sobre la dificultad compartida de la realidad de Dios36.
O como mi amigo Alan B. Hansen describe en su trabajo como psicólogo y en su servicio como presidente de una estaca de jóvenes adultos; el pecado es el resultado de almas heridas que tratan de encontrar su propia manera de manejar el dolor lejos de Dios. Pero es temporal y nos deja vacíos, aislados de una verdadera relación.
He aprendido a través de experiencias tanto dolorosas y como gozosas que cuando el amor de Dios es el fundamento de mi identidad, ya no necesito presionar, forzar, juzgar u obtener la validación de los demás para sentirme suficiente. Ya no necesito demostrar que soy digna del amor de Dios, juzgando continuamente lo que yo o los demás merecemos. Soy libre para aprender a ofrecer bondad, a ofrecer lo que realmente se necesita a través del amor.
Seguramente es por eso que el presidente Worthen nos suplicó al comienzo de este año escolar:
No formen parte de lo que seguramente sería la más trágica de todas las historias de amor no correspondido al negarse a sentir el amor que transforma y cambia el alma que Dios y Cristo les ofrecen. … Por favor, dejen que Él les ame37.
La expresión más poderosa del amor de Dios es su deseo de mantener una relación por convenio con nosotros. Como mi colega Kerry M. Muhlestein, quien ha pasado su vida estudiando el convenio abrahámico, sigue diciéndome, Dios anhela estar en una relación profunda y vinculante con nosotros38. Él es nuestro Hacedor de caminos, que siempre está abriendo un camino hacia una vida con Él: el Mar Rojo, Su muerte en la cruz, el rasgamiento del velo: todos ellos atravesados para que Él pudiera estar con nosotros39. Él “acorta a través de todo pecado, de toda tempestad, de toda historia, de todo mar … todo el camino para nosotros, para estar con nosotros”40. Al llegar a ser uno con nosotros, Él abre el camino para que lleguemos a ser uno con Él. No es de extrañar que la promesa trascendente de nuestro primer convenio sea que siempre tengamos Su Espíritu con nosotros.
Si algo me ha enseñado el estudio de la familia es que el desarrollo surge en el contexto de relaciones estrechas. Esto es así desde el principio de nuestra experiencia mortal, cuando, como bebés, nuestra primera tarea es establecer un vínculo de profunda conexión emocional a través del cual podamos experimentar el amor y la capacidad de respuesta que construyen el lado derecho de nuestro cerebro, regulan nuestras emociones y establecen nuestro sentido de identidad y pertenencia.
De forma paralela, pero infinitamente más profunda, los convenios con el Señor Jesucristo nos ofrecen la relación a través de la cual nuestras almas pueden crecer, conocerle y convertirse en seres que pueden ver, conocer y amar como Él, porque lo hemos vivido en Él.
Como nos enseñó el presidente Russell M. Nelson el mes pasado:
[A través de los convenios], … creamos una relación con Dios que le permite bendecirnos y cambiarnos. …Si permitimos que Dios prevalezca en nuestra vida, ese convenio nos acercará más y más a Él. …
… Los que guardan convenios, aman a Dios y le permiten prevalecer por sobre todas las demás cosas en su vida lo convierten en la influencia más poderosa de su vida41.
Es posible que nuestra cultura autosuficiente, basada en los logros, nos haya enseñado que usamos la Expiación de Jesucristo para lograr una “perfección privada e individual”42, es decir, que aquellos que son más justos son los que menos usan la expiación de Jesucristo. En ese marco, como señala Adam Miller, “una asociación por convenio con Cristo siempre se verá como una muleta que debe superarse para lograr la perfección ‘real.’”43.
Pero nuestra relación por convenio con Jesucristo no es el medio para alcanzar otra meta. Es la meta. Permítanme compartir el poderoso testimonio de la hermana Tracy Y. Browning: “Amigos, Jesucristo es tanto el propósito de nuestra mira como el objetivo de nuestro destino. … El Salvador nos invita a ver nuestra vida a través de Él, a fin de ver más en cuanto a Él en nuestra vida”44.
La relación por convenio del Señor con nosotros es la más profunda intimidad. Es la experiencia del amor perfecto con un Ser que sabemos que ve todo aquello de lo que somos responsables -en toda nuestra debilidad y nuestros pecados- y nos lo devuelve a la luz de Su pureza, que amplía nuestro albedrío y nos conduce a un camino mejor a través de Su amor redentor. Es a partir de la intimidad de nuestra relación con Él que aprendemos el camino de la intimidad, del amor puro por los demás.
Pero en nuestro orgullo, queremos confiar en nuestros comportamientos en lugar de en nuestra relación con Él, creyendo que de alguna manera podemos salvarnos a nosotros mismos. Tenemos la tentación de escondernos de nuestra nulidad. Como escribe apasionadamente K. William Kautz: “Fingimos perfección a pesar de que toda la hazaña sea una farsa”45. La relación por convenio del Señor con nosotros significa una manera diferente de vivir. “Requiere la aterradora pero maravillosa experiencia de desnudar toda nuestra alma, con todas sus insuficiencias. … Las máscaras se desprenden y los muros se derrumban”46. En nuestra sincera disposición a mostrarle todo lo que somos, todo lo que hemos hecho, y todos nuestros motivos, actitudes y deseos, Él nos cubre de ternura y misericordia. En esa relación sagrada con Él, encontramos sanación y libertad para ser, para Él y para todos los demás.
Es por eso que Alan Hansen les dice a los miembros de su estaca:
Nuestro Redentor dice: “Ven. Ven. Ven. Deja de esconderte de tu nulidad. Trae todas tus fragilidades, errores, pecados y enfermedades del alma y permíteme abrazarte. Ven”.
Tememos que nuestro dolor y pérdida sea una marca de “culpabilidad”: que ser solteros, nunca haberse casado, ser divorciados o infértiles; luchar en el matrimonio; haber sufrido malos tratos; la lucha con cuestiones de género o sexualidad; o cualquier otra diferencia aparente con respecto al ideal nos marca como menos dignos, de segunda categoría, que no pertenecemos. En cambio, Él dice: “Ven, compártelo todo conmigo”. Nos dice:
Porque yo, Jehová, Dios tuyo, el Santo de Israel, soy tu Salvador; …
… ante mis ojos fuiste de gran estima, … y yo te amé; …
No temas, porque yo estoy contigo47.
Él responde al dolor y a la pérdida que se entrelazan en el tejido de nuestra experiencia mortal con la forma más pura de amor, el amor por convenio, entrando en este junto a nosotros. Al hacerlo, cambia su calidad, abriendo espacios para su amor sanador. Como la palabra hebrea para sacrificio, korbán, significa “Él se acerca”, compartiendo nuestro dolor en la forma más profunda de intimidad y, en el proceso, haciéndolo redentor.
Dentro de la intimidad de Su sanadora, guiadora, purificadora y fortalecedora relación por convenio, aprendemos que en nuestra familia, en nuestro matrimonio, con nuestros hijos, en nuestras relaciones ministrantes y en todas nuestras relaciones, “la perfección no es posible. La intimidad lo es”48. De hecho, la intimidad con Cristo es perfección. Descubrimos que nuestro perfeccionismo, nuestro temor y escondernos de nuestra nada, debilidades, pecado y sufrimiento, solo interfiere con la intimidad, bloqueando nuestra capacidad de recibir Su amor y de ver, conocer y amar a los demás.
Al igual que el apóstol Pedro, podríamos haber temido permitir que el Señor viera y lavara nuestros pies sucios49. Pero como enseñó Moroni, el único tipo de perfección es la perfección en Cristo: “Sí, venid a Cristo, y perfeccionaos en él … , Am[ad] a Dios con todo nuestro corazón, alma, mente y fuerza … , para que por su gracia seáis perfectos en Cristo”50. Y así el gran apóstol Pedro suplicó: “Señor, no solo mis pies, sino también las manos y la cabeza”51.
El escritor cristiano Timothy J. Keller escribió una vez: “Ser amado pero no conocido es reconfortante pero superficial. Ser conocidos y no amados es nuestro mayor miedo. Pero ser plenamente conocido y verdaderamente amado es, bueno, muy parecido a ser amado por Dios”52.
Este es el amor al que Dios nos está llamando a todos. Somos seres profundamente relacionales, diseñados para el amor y la conexión con Dios y con los demás. Aunque nuestras familias cumplen un papel sagrado en el desarrollo y la experiencia de este amor, no es aquí donde comienza y termina ese amor. Como enseña poderosamente mi amigo y colega Ty R. Mansfield, hemos sido llamados a relacionarnos con nuestra familia eterna —la familia de Dios, de la que todos formamos parte— para que podamos experimentar juntos en Él la sanación, la pertenencia y la redención del convenio del Señor. Atesoro a las mujeres y a los hombres en mi vida que me han extendido amor y servicio, negándose a ser limitados por la falsa creencia de que no eran parte de la obra sagrada de la familia porque eran solteros, divorciados o no tenían hijos. Sintieron el llamado de los padres celestiales y ofrecieron todo de sí mismos para llevar a sus hermanos y hermanas al poder de su amor.
Eso es lo que estamos haciendo cuando nos ponemos en el lugar de los eternos hermanos y hermanas y recibimos ordenanzas y hacemos convenios a favor de ellos. Esto es lo que estamos haciendo cuando abrimos nuestro corazón para recibir llamamientos misionales, sin saber dónde o cómo podemos ser llamados a servir, simplemente sabiendo que anhelamos bendecir a nuestros eternos hermanos y hermanas con la oportunidad de tener una relación por convenio con nuestro Redentor. Es por eso que en nuestros barrios y estacas procuramos escuchar y conocer, amarnos y fortalecernos unos a otros en nuestra relación por convenio con Cristo: “Pues sin ellos nosotros no podemos perfeccionarnos, ni ellos pueden perfeccionarse sin nosotros”53. Somos una familia eterna.
Nuestro Redentor está de pie ante nosotros, ofreciendo la oración más sagrada jamás registrada:
Para que todos sean uno, como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, …
Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfeccionados en uno54.
Ruego que busquemos y experimentemos esta promesa junto con Él en nuestras familias y en nuestra familia eterna, eternamente sellados en relaciones de amor y pertenencia divinos. En el nombre de Jesucristo. Amén.
© Brigham Young University. Todos los derechos reservados.
Notas
Jenet Jacob Erickson, profesora de Historia y Doctrina de la Iglesia en la Universidad Brigham Young, pronunció este discurso devocional el 8 de noviembre, 2022.