Devocional

“Mansos y humildes de corazón”

Comisionado de Educación de la Iglesia

21 de octubre de 1986

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Por lo tanto, se necesita tener mansedumbre para alcanzar el éxito espiritual, ya sea en asuntos del intelecto, en la administración del poder, en la disolución del orgullo personal o para hacer frente a los desafíos y la rutina de la vida. Con mansedumbre, vivir “cada día en acción de gracias” es realmente posible, incluso en las épocas difíciles de la vida.


Tenemos la intención de modificar esta traducción cuando sea necesario. Si tiene sugerencias, por favor mándenos un correo a speeches.spa@byu.edu

Llevar Su yugo

La mansedumbre ocupa un lugar tan bajo en la balanza terrenal de las cosas, pero tan alto en la de Dios: “Porque nadie es aceptable a Dios sino los mansos y humildes de corazón” (Moroni 7:44). Los requisitos rigurosos del discipulado cristiano no pueden satisfacerse sin la instrucción propiciada por la mansedumbre: “Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mateo 11:29). Jesús, el carpintero, “sin duda tenía experiencia construyendo yugos” con José (Interpreter’s Dictionary of the Bible, tomo IV, Nueva York: Abingdon Press, 1962, pág. 925), y así el Salvador nos dio esa maravillosa metáfora (véase Mateo 11:20). A diferencia de la servidumbre al pecado, al llevar puesto su yugo, recibimos del Gran Maestro una educación diseñada tanto para la eternidad como para la mortalidad.

Por lo tanto, se necesita tener mansedumbre para alcanzar el éxito espiritual, ya sea en asuntos del intelecto, en la administración del poder, en la disolución del orgullo personal o para hacer frente a los desafíos y la rutina de la vida. Con mansedumbre, vivir “cada día en acción de gracias” es realmente posible, incluso en las épocas difíciles de la vida (Alma 34:38).

Los mansos son para el mundo gente agradable, pero simple, personas a las que otros pueden ignorar o pisotear a la ligera. Sin embargo, el desarrollo de esta virtud, incluso solo contemplar ese desarrollo, es más que increíble, especialmente en un mundo en el que tantos otros se dirigen en la dirección opuesta. Los siguientes requisitos muestran claramente la relevancia indisputable, así como la naturaleza firme, de esta dulce virtud.

A los discípulos serios no solo se les insta a hacer el bien, sino también a evitar cansarse de hacer el bien (véanse Gálatas 6:9 y Helamán 10:5).

No solo se les insta a decir la verdad, sino también a hablar la verdad en amor (véase Efesios 4:15).

No solo se les insta a soportar todas las cosas, sino también a sobrellevarlas bien (véase D. y C. 121:8).

No solo se les insta a ser dedicados a la causa de Dios, sino también a estar preparados para sacrificar todas las cosas, dando, si es necesario, la muestra máxima de devoción (véase Lectures on Faith 6:7).

No solo deben hacer muchas cosas de valor, sino que también deben centrarse en las cosas más importantes, las de mayor valor (véase Mateo 23:23).

No solo se les insta a perdonar, sino también a perdonar hasta setenta veces siete (véase Mateo 18:21–22).

No solo deben estar consagrados a causas buenas, sino que también deben estar “anhelosamente consagrados” (véase D. y C. 58:27).

No solo deben hacer lo correcto, sino también hacer lo correcto por las razones correctas.

Se les dice que anden por el camino estrecho y angosto, pero luego se les dice que ese es solo el principio, no el final (véase 2 Nefi 31:19–20).

No solo deben tolerar a sus enemigos, sino también orar por ellos y amarlos (véase Mateo 5:44).

Se les insta no solo a adorar a Dios, sino que, sorprendentemente, ¡se les instruye que se esfuercen por llegar a ser como Él! (Véase Mateo 5:483 Nefi 12:4827:27).

En medio de todas estas cosas, se les da un día de reposo para descansar, durante el cual realizan sus labores más dulces, aunque a menudo son también las más duras.

¿Quiénes sino los verdaderamente mansos consideraría un viaje tan exigente?

Esta lista ciertamente ejemplifica el papel crucial que la mansedumbre desempeña en la vida de los discípulos serios. Por lo tanto, si realmente aprendemos del Salvador, será porque tomamos sobre nosotros el yugo de tales experiencias.

Esta es una forma de aprendizaje de alto rendimiento, pero muy severa. Sin embargo, “no hay otra manera”. Además, al estar unidos en ese yugo, podemos obtener mucho más aprendizaje del que buscábamos. Para tener éxito espiritual, no podemos quitarnos el yugo de Jesús a mitad del valle de la vida, incluso después de haber dado “un buen desempeño” hasta ese punto; debemos perseverar bien hasta el fin.

La clave para profundizar el discipulado

¿No habló Pablo por experiencia propia sobre participar “de [los] padecimientos” de Cristo (Filipenses 3:10)? ¿No se nos dice que la mansedumbre es tan vital que Dios en realidad nos da ciertos desafíos para mantenernos humildes (Éter 12:27)? ¿No escribió Pedro acerca de cómo los cristianos deben acostumbrarse a tener que afrontar pruebas de fuego (1 Pedro 4:12)? Además, al enriquecer su relación con el Señor, es probable que el discípulo tenga repetidos problemas de “relaciones públicas” con los demás, o que otros tergiversen y malinterpreten su carácter. Él o ella tendrá que “llevar ese yugo” a veces. Por lo tanto, la mansedumbre es la clave para profundizar el discipulado.

En el intercambio entre Jesús y el joven justo, vemos que no se puede compensar totalmente por una cualidad ausente, ni siquiera con otras cualidades, por dignas de elogio que sean.

El joven le dijo: Todo esto lo he guardado desde mi juventud. ¿Qué más me falta?

Le dijo Jesús: Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y da a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, sígueme.

Y al oír el joven esta palabra, se fue triste, porque tenía muchas posesiones. [Mateo 19:20–22]

En este caso, la mansedumbre ausente impidió una respuesta sumisa por parte del joven; esta deficiencia alteró su decisión y las consecuencias derivadas de ella.

Parece que “no hay otra manera” de aprender ciertas cosas, excepto a través de la experiencia en carne propia. Afortunadamente, al mandamiento “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí; porque soy manso y humilde de corazón” (Mateo 11:29) le acompaña una promesa compensatoria de Jesús: “y hallaréis descanso para vuestras almas”. Esta forma de descanso es bastante especial. Ciertamente, incluye el descanso que se produce al desprenderse de ciertas cargas innecesarias: la insinceridad agobiante, la hipocresía agotadora y la sed de reconocimiento, alabanza y poder que desgasta el alma. Aquellos de nosotros que nos quedamos cortos, de una forma u otra, a menudo lo hacemos porque llevamos este tipo de cargas pesadas e innecesarias. Al estar sobrecargados así, a veces tropezamos y luego sentimos lástima por nosotros mismos.

No tenemos por qué lidiar con esas cargas. Sin embargo, cuando no somos mansos, nos resistimos a la voz de la conciencia y a los comentarios de familiares, líderes y amigos que nos informan de este hecho. Ya sea debido a la preocupación o al orgullo, las señales de advertencia pasan desapercibidas o desatendidas. Sin embargo, si tenemos suficiente mansedumbre, esta no solo nos ayudará a deshacernos de cargas innecesarias, sino que también evitará que nos sumamos en el lodazal del “pobre de mí”. Además, la verdadera mansedumbre requiere y consume muy pocos elogios o reconocimientos, de los cuales suele haber tanta escasez en todo caso. La mayoría de las veces, la esponja del egoísmo absorbe rápidamente todo lo que está a la vista, incluidos los elogios dirigidos a los demás.

Los discípulos deben hacerse “un corazón nuevo” al experimentar un “potente cambio” de corazón (Ezequiel 18:31Alma 5:12–14). Sin embargo, no podemos forjar ese “corazón nuevo” y alimentar viejos resentimientos al mismo tiempo. Así como las guerras civiles se prestan a la prolongación obstinada de antiguos agravios, las guerras civiles dentro del alma individual —entre el hombre natural y el hombre potencial— mantienen vivos los viejos desaires y las injusticias percibidas, excepto en los mansos.

¿No reside una profunda humildad en el Cristo omnicompetente, el majestuoso Hacedor de milagros, quien reconoció: “No puedo yo hacer nada por mí mismo” (Juan 5:30)? Jesús no dudaba de su poder ni hizo mal uso de él, pero a la vez siempre tuvo claro su origen. Por otro lado, nosotros, los mortales —quizás incluso los normalmente modestos— a veces estamos demasiado dispuestos a exhibir nuestros logros acumulados, como si lo hubiéramos hecho todo nosotros mismos. De ahí este penetrante recordatorio:

y [quizás] digas en tu corazón: Mi poder y la fuerza de mi mano me han traído esta riqueza.

[Pero] acuérdate de Jehová tu Dios, porque él te da poder para hacer riquezas, a fin de confirmar el convenio que juró a tus padres, como en este día. [Deuteronomio 8:17-18]

La mansedumbre es especialmente necesaria para trabajar en la viña del Señor, lo cual implica un trabajo muy humilde, según el valor que le da el mundo. No es de sorprender que, como escribió un profeta, los obreros de la viña del Señor sean comparativamente “pocos”. Además, la obra del Señor por lo general no se lleva a cabo en un paisaje exuberante, sino, dijo Jacob, en “el lugar más estéril de toda la tierra de [la] viña” (véase Jacob 5:21, 70). Los gobernantes del mundo prestan poca atención a tales trabajadores.

Si Jesús no hubiera sido manso y humilde cuando “mucha gente con espadas y palos” (Marcos 14:43) vino a apresarlo, podría haber resistido su destino. Guiados por Judas, llegó “allí” aquella compañía de soldados “con linternas y antorchas” (Juan 18:3). ¡Tan espiritualmente ciega estaba la multitud que necesitaba linternas para ver y capturar a la “Luz del Mundo”!

Aunque en realidad era el Creador de este mundo, siendo la tierra el estrado de sus pies, la voluntad de Jesús de convertirse desde su nacimiento en una persona sin gran reputación proporciona una de las grandes lecciones de la historia humana. Él, el líder-siervo, que permaneció “sin gran reputación” en su vida mortal, un día será aquel ante quien se doblará toda rodilla y cuyo nombre toda lengua confesará (véase Filipenses 2:10–11). Con mansedumbre, de manera incomparable, Jesús siguió por el buen camino.

Brigham Young —quien, de menor manera, aunque impresionante, siguió por el buen camino— conocía tanto la fatiga del liderazgo como el descanso que Jesús prometió. A los que estaban menos seguros espiritualmente y más ansiosos por el resultado, aconsejó:

Esta es la obra del Señor. Comprendo lo suficiente como para dejar el reino en paz y solo cumplir con mi deber. Yo no lo magnifico, sino que el reino me magnifica a mí. Navego en el barco seguro de Sión, y me lleva a salvo por encima de los furiosos elementos. [JD 11:252]

En nuestra propia época, algunos de nosotros escuchamos al difunto élder LeGrand Richards declarar que no se preocupaba por la Iglesia, porque esta es la Iglesia del Señor, “¡y lo dejo a Él preocuparse por ella!”.

Los sabios líderes seculares tampoco son ajenos a la mansedumbre. El siguiente episodio en la vida de George Washington involucró un posible motín:

Washington convocó a los oficiales descontentos el 15 de marzo de 1783. … Comenzó a hablar, con detenimiento y utilizando un manuscrito escrito, sobre la propuesta de estos oficiales de “o abandonar nuestra nación en la hora más extrema de su angustia, o volver nuestras armas contra ella. …” De manera simple y honesta, Washington apeló a la razón, la moderación, la paciencia y el deber, todas las virtudes buenas y poco emocionantes.

Y entonces Washington titubeó mientras leía. Entrecerró los ojos para ver mejor, hizo una pausa y sacó de su bolsillo unos anteojos nuevos.

“Caballeros, deben perdonarme”, dijo a modo de disculpa. “A su lado me han visto envejecer y ahora verán que me encuentro cada vez más ciego”.

La mayoría de sus hombres nunca habían visto al general usar anteojosSí, pensaron los hombres, ocho duros años. Recordaron al robusto y vigoroso terrateniente de 1775; Ahora veían a … un hombre fuerte, bueno y paternal, que había envejecido. Lloraron, muchos de esos guerreros. Y el complot de Newburgh se disolvió. [Bart McDowell, The Revolutionary War: America’s Fight for Freedom (Washington, D.C.: National Geographic Society, 1967), pág. 190-91]

El líder manso, habiéndose “vest[ido]…de humildad” (Colosenses 3:12) y ejerciendo humildad de entendimiento, no solo es más fácil de enseñar, sino que también es más libre. Incluso en la rutina se siente aliviado, por ejemplo, de la presión de ser la única o incluso la principal fuente de ideas para el grupo. Tampoco tiene por qué ser el que lo recuerda todo. Este líder deja que otros también relaten lo que la luz de la experiencia y la historia les enseña, una luz que Samuel Coleridge llamó “un farol en la popa” que ilumina las olas a nuestras espaldas. Aun así, a la persona mansa le importa más la luz en la proa, que ilumina el camino hacia adelante.

No tiene por qué temer alabar a otros, no sea que alguien lo supere en algo, sino que sigue el modelo de regocijarse en los logros de los demás, tal y como mostraron tan efusivamente el Padre y el Hijo. Después de todo, nuestro manso y humilde Líder no tuvo necesidad de promotores profesionales ni manifestantes con pancartas y letreros: “He aquí, tu Rey viene a ti, manso y sentado sobre … un pollino (Mateo 21:5)

La verdadera educación

La mansedumbre mental no solo es esencial para la salvación. También es vital, por supuesto, si uno ha de experimentar un verdadero crecimiento intelectual, especialmente uno que aumente la comprensión de las grandes realidades del universo. Tal mansedumbre es amiga, no enemiga, de la verdadera educación. Esteban habló de Moisés: “Y fue instruido Moisés en toda la sabiduría de los egipcios, y era poderoso en sus palabras y hechos” (Hechos 7:22). Aunque Moisés era un hombre instruido, era el hombre más manso “sobre la faz de la tierra” (Números 12:3). De modo que pudo aprender, y aprendió, cosas que “nunca [se] había imaginado” (Moisés 1:10).

Como advirtió el bien educado Pablo, el enfoque indiscriminado o arrogante del aprendizaje no distingue entre paja y granos. Por lo tanto, algunos con orgullo “siempre están aprendiendo, pero nunca pueden llegar al conocimiento de la verdad” (2 Timoteo 3:7). No es de sorprender, entonces, que se haga gran hincapié en la necesidad de la mansedumbre intelectual, la “humildad de entendimiento”.

La mansedumbre es mucho más que un atributo pasivo que simplemente evita la descortesía. En cambio, implica actividad espiritual e intelectual: “Porque Esdras había preparado su corazón para buscar la ley de Jehová, y para cumplirla y para enseñar en Israel los estatutos y los decretos” (Esdras 7:10; véanse también 2 Crónicas 19:320:33). De hecho, el manso Nefi condenó la pasividad de aquellos que “no quieren buscar conocimiento, ni entender el gran conocimiento, cuando les es dado con claridad” (2 Nefi 32:7). Desgraciadamente, la mayoría no quiere buscar la verdad, sintiéndose bastante satisfechos con un entendimiento superficial o una percepción general de las cosas espirituales (véase Alma 10:5–6). Esa condición puede reflejar la pereza o, en el caso de Amulek, el ajetreo que suele ocurrir con los afanes del mundo.

La mansedumbre intelectual es un desafío constante y también particular. Sin ella, no estamos intelectualmente abiertos a cosas que “nunca [nos] había[mos] imaginado” (Moisés 1:10). Por desgracia, algunos han llegado a conclusiones limitantes y erróneas, y realmente no quieren reestructurar su comprensión de las cosas. Algunos no desean recibir información nueva que sacuda ni amplíe sus cimientos.

Las cadenas del orgullo

Así como la mansedumbre está presente en todas nuestras virtudes, también lo está el orgullo en todos nuestros pecados. Cualquiera que sea su aspecto momentáneo y seductor, el orgullo, como Henry Fairlie lo señala elocuentemente, es el enemigo, “el primero de los pecados” (Henry Fairlie, The Seven Deadly Sins Today [Washington, D.C.: Deseret Book, 1978], p. 39).

Es posible que el individuo manso no siempre descifre completamente lo que le está sucediendo o lo que pasa a su alrededor. Sin embargo, aun cuando no sabe “el significado de todas las cosas”, sabe que el Señor lo ama (véase 1 Nefi 11:17). Puede sentirse abrumado, pero, a diferencia de los orgullosos, no está fuera de control. De hechoen algunos momentos es importante que nos quedemos tranquilos, y sepamos que él es Dios (véase Salmo 46:10). ¡Incluso el discipulado elocuente saca a relucir su lado de certeza silenciosa!

El “descanso” que Jesús promete a los mansos, aunque no incluye la ausencia de adversidad o instrucción, nos brinda, por lo tanto, la paz especial que fluye de la “humildad de entendimiento”. La mansa administración del poder y de la responsabilidad nos libera de las pesadas y agobiantes cadenas del orgullo; por muy deslumbrantes y pulidas que estén, siguen siendo cadenas.

La mansedumbre también nos protege de la fatiga de ofendernos fácilmente. Hay tantas personas que anticipan sentirse ofendidos. Están tan alertas a la posibilidad de que no los traten de forma justa que ¡casi invitan el cumplimiento de esta expectativa! Los mansos, que no están tan agotadoramente alertas a esto, encuentran descanso de esta forma de fatiga.

A pesar de lo doloroso que es caer de la cima del orgullo, a veces puede ser necesario. Pocos de nosotros pasaremos por esta vida sin al menos unas cuantas de estas caídas. Pese a esto, uno debe tener cuidado de que su descenso no lo lleve al pantano del “pobre de mí”. La mansedumbre nos permite, después de semejante caída, levantarnos, pero sin rebajar y culpar a los demás. La mansedumbre nos permite, misericordiosamente, retener las impresiones realistas y justas de cuán bendecidos somos, en lo que a las cosas fundamentales de la eternidad se refiere. Por lo tanto, no nos ofendemos tan fácilmente por las decepciones del día, de las cuales parece haber un suministro abundante y constante.

Cuando nos establezcamos espiritualmente de esta manera, también seremos menos propensos a murmurar y quejarnos. De hecho, uno de los grandes riesgos de murmurar es que podemos llegar a ser demasiado buenos en ello, demasiado capaces. Incluso podemos adquirir una audiencia demasiado grande. Más aún, lo que para el murmurador pueden ser solo quejas transitorias, puede convertirse para el oyente en algo que lo aleje por completo de la Iglesia.

A los mansos no les interesan las jerarquías altaneras, ni la magnitud de dicha superioridad. Los humildes no se preocupan, por ejemplo, por métricas ni consideraciones cuantitativas. El Señor puso fin a ese asunto hace siglos.

No por ser vosotros más numerosos que todos los pueblos os ha querido Jehová y os ha escogido, pues vosotros erais los menos numerosos de todos los pueblos,

sino porque Jehová os amó y quiso guardar el juramento que juró a vuestros padres; os ha sacado Jehová con mano poderosa y os ha rescatado de la casa de servidumbre, de manos de Faraón, rey de Egipto. [Deuteronomio 7:7–8]

Con oídos para oír

Cuando el Señor declaró: “Mis ovejas oyen mi voz  y me siguen” (Juan 10:27), no solo era una indicación de cuán profundo sería el reconocimiento y la familiaridad; también indicaba otra función de mansedumbre operativa: escuchar el tiempo suficiente y con humildad para que se produjera tal reconocimiento.

Esta disposición a tener oídos para oír ha sido necesaria en todas las dispensaciones, pero nunca más que en este tiempo tras la restauración del evangelio. Aunque la “restauración de todas las cosas” (Hechos 3:21) puso fin a siglos de privaciones, va totalmente en contra de las sociedades seculares indiferentes. De modo que, aunque las verdades de la Restauración “de nuevo exist[en] entre los hijos de los hombres”, solo son útiles “entre cuantos crean” (Moisés 1:40–41). Aun así, entre los que se desvían se encuentran los “humildes discípulos de Cristo” que yerran solo “porque son enseñados por los preceptos de los hombres” (2 Nefi 28:14). Además, el reino del adversario “ha de estremecerse” a fin de que aquellos que lo deseen sean “provocados a arrepentirse” (2 Nefi 28:19). Los mansos comprenden esas realidades.

La mansedumbre también contiene una disposición que nos ayuda a superar los tropezaderos y las piedras de afrenta acumuladas; podemos convertirlos en peldaños y lograr una visión más profunda y amplia de la vida. Obviamente, Felipe tenía tal prontitud y mansedumbre cuando reconoció a Jesús como el Mesías de quien Moisés había hablado (Juan 1:45). Obviamente, Pablo también tenía esta visión amplia cuando describió a Moisés como alguien que había renunciado, por elección propia, a la vida privilegiada en la corte de Faraón por una vida de servicio a Jesús (Hebreos 11:24-27). Sin embargo, las piedras de tropiezo y de afrenta son reales. De hecho, estos tropezaderos (véase Isaías 8:14–15) pueden resultar insuperables, a menos que tengamos el atributo facilitador de la mansedumbre con su promesa de acceso a la gracia de Dios.

Aunque fuera un beneficio por sí solo, una de las razones para desarrollar una mayor mansedumbre es tener un mayor acceso a la gracia de Dios. El Señor garantiza que Su gracia es suficiente para los mansos (Éter 12:26). Además, solo los mansos saben cómo hacer uso pleno de Su ayuda de todos modos.

La mansedumbre viene tras una nube de otras consideraciones beneficiosas. El profeta Mormón (véase Moroni 7:43–44) observó que sin mansedumbre no puede haber fe, esperanza ni amor. Además, la remisión de nuestros pecados nos brinda más mansedumbre junto con el gran don del Espíritu Santo o Consolador (Moroni 8:26). Esas bendiciones celestiales no las puede disfrutar nadie, excepto aquellos que son mansos. En cuanto al gozo genuino, nadie lo recibe “sino el que verdaderamente se arrepiente y humildemente busca la felicidad” (Alma 27:18).

Preliminarmente, ni siquiera podemos tener verdadera fe, a menos que seamos mansos y humildes de corazón (Moroni 7:43–45). De ese modo, podemos disfrutar de mayor fe, esperanza, amor, conocimiento y tranquilidad. Así sabremos la respuesta a lo que Amulek llamó la “gran interogante” (véase Alma 34:5): si realmente hay un Cristo que rescata y redime. Es mediante el poder del Espíritu Santo que sabemos que Jesús es el Cristo, que vivió y vive. Por consiguiente, son los mansos quienes reciben las grandes respuestas a la “gran pregunta”, regocijándose, por tanto, por el “gran y postrer sacrificio” (Alma 34:10).

Prepararse para la eternidad

Puesto que la vida en la Iglesia ilustra, a veces dolorosamente, nuestros propios defectos, así como los defectos de los demás, estamos destinados a decepcionarnos periódicamente de nosotros mismos y de los demás. No podemos esperar que sea de otra manera en un reino en el que, al principio, no solo la red recoge de “toda clase”, sino que los de “toda clase” también se encuentran en cada etapa de desarrollo espiritual (véase Mateo 13:47). Cuando las personas “dejan al instante las redes” (véanse Mateo 4:20 y Marcos 1:18), vienen tal como son, aunque en el proceso inicial del cambio, su bagaje emocional refleja su pasado. Por lo tanto, el discipulado es un proceso de desarrollo que requiere paciencia, comprensión y mansedumbre mutuas por parte de todos los que se unen al grupo. Juntos nos estamos desvinculando de un mundo y preparándonos para otro mundo mucho mejor.

La mansedumbre y la paciencia tienen una reciprocidad especial. Si hubiera demasiada rapidez, no podría haber longanimidad, ni ensanchamiento gradual del alma, ni arrepentimiento. Con muy poco tiempo para discernir, asimilar y aplicar las verdades ya dadas, nuestras capacidades no estarían plenamente desarrolladas. Las perlas arrojadas ante nosotros no se encontrarían, no se recogerían ni se saborearían. Se necesita tiempo para prepararse para la eternidad.

Porque él dará a los fieles línea sobre línea, precepto tras precepto; y en esto os pondré a prueba y os probaré. [D. y C. 98:12]

Daré a los hijos de los hombres línea por línea, precepto por precepto, un poco aquí y un poco allí; y benditos son aquellos que escuchan mis preceptos y prestan atención a mis consejos, porque aprenderán sabiduría; pues a quien reciba, le daré. [2 Nefi 28:30]

También es menos probable que los mansos pidan mal en sus oraciones (véase Santiago 4:3). Al ser menos exigentes con la vida para empezar, es menos probable que pidan o actúen de manera egoísta.

En muchos sentidos, la sabia interacción de nuestro albedrío individual con los amorosos propósitos de Dios para con nosotros se ve favorecida en gran medida por nuestra mansedumbre. De no ser así, en el mejor de los casos, nos ofreceríamos orgullosamente a Dios, pero solo como somos ahora: “Lo tomas o lo dejas”, una ofrenda inaceptable. La única persona que podría haber hecho eso de manera creíble, en lugar de eso, se sometió mansamente a la voluntad suprema y moldeadora del Padre (véase Alma 7:11–12).

La mansedumbre podría haber rescatado al orgulloso y temeroso Judas, incluso después de que este se hubo marchado de la Última Cena. Él podría haber regresado más tarde, silenciosa y humildemente, para reunirse con sus colegas apostólicos, habiendo decidido tardíamente no cometer el acto cobarde. La mansedumbre puede rescatarnos de nosotros mismos aun cuando estemos sumidos en el error, aun cuando los demás nos hayan dado por perdidos.

La visión reducida en contraste con la realidad

La mansedumbre ensancha el alma, pero sin hipocresía. Por el contrario, la “pequeñez de alma” (D. y C. 117:11) asegura que solo se tendrá una visión reducida de la realidad. Esa pobre visión prevaleció cuando Caín mató a Abel y luego se glorió y se jactó: “estoy libre” (véase Moisés 5:33). ¿Libre? Sí, libre para ser “un fugitivo y un vagabundo” en el extenso desierto que él había hecho de su propia vida (Moisés 5:39). Tanto el deseo de Caín por los rebaños de Abel como el hecho de que se sintiera ofendido por la aceptación del sacrificio de Abel contribuyeron a su caída. Más aún, el orgulloso Caín “rechazó el consejo mayor que venía de Dios” (Moisés 5:25).

La visión reducida y miope también se presta, en las palabras del Señor, a codiciar “la gota”, mientras que descuida “las cosas más importantes” (D. y C. 117:8). En nuestro afán de alcanzar y poseer más, parece que se nos escapan, por ejemplo, las implicaciones de esta pregunta penetrante del Señor:

Pues, ¿no tengo yo las aves de los cielos, y también los peces del mar y las bestias de las montañas? ¿No he hecho yo la tierra? ¿No dirijo los destinos de todos los ejércitos de las naciones de la tierra? [D. y C. 117:6]

No es de extrañar que el Señor también nos recuerde a los mortales avaros: “Porque, ¿qué son los bienes para mí?” (D y C 117:4).

Yo, el Señor, extendí los cielos y formé la tierra, hechura de mis propias manos; y todas las cosas que en ellos hay son mías. [DyC 104:14]

Un día Él compartirá todo lo que tiene con los mansos. Para todos los demás, cualesquiera que sean sus posesiones temporales, la cláusula de reversión del Creador entrará en vigor.

Los mansos también entienden otra realidad: que, tanto o más que cualquier otra cosa, es nuestra fe y paciencia las que deben ser probadas (véase Mosíah 23:21). Sin embargo, nuestras pruebas ocurren en el contexto de esta preciosa promesa:

Así Dios ha dispuesto un medio para que el hombre, por la fe, pueda efectuar grandes milagros; por tanto, llega a ser un gran beneficio para sus semejantes. [Mosíah 8:18]

Antes de enquistarse en el poder, Saúl pasó por una época en la que era “pequeño a sus propios ojos” (1 Samuel 15:17). Sin embargo, la mansedumbre no quiso quedarse a ser su huésped mal recibida; esta virtud se marcha rápidamente de donde no la quieren. Es muy fácil para nosotros envanecernos y ser condescendientes con los demás. Un devoto servidor público que hábilmente sirvió a varios primeros ministros británicos como su secretario privado, observó:

La vanidad es un defecto común en los primeros ministros …y supongo que es natural en vista de la adulación que reciben, pero a la que, a diferencia de los reyes, no están acostumbrados. [John Colville, The Fringes of Power (Nueva York y Londres: W. W. Norton and Company, 1985, p. 79]

Hombres “mansos y humildes de corazón”

Afortunadamente, tenemos buenos ejemplos de mansedumbre para ayudarnos, y no necesito ir más allá de mi propio Cuórum.

El presidente en funciones del Consejo de los Doce, el presidente Howard W. Hunter, es un hombre manso. De joven, una vez rechazó un trabajo que necesitaba porque eso habría conllevado que otra persona perdiera su trabajo. Este es el mismo hombre humilde que, cuando desperté tras pasar un día cansado y polvoriento con él en una asignación en Egipto, estaba lustrando mis zapatos en silencio, una tarea que él había esperado completar sin que yo me diera cuenta. La mansedumbre puede estar presente en las cosas cotidianas y comunes.

El presidente de los Doce, el presidente Marion G. Romney, también es un hombre manso. Esta historia sucedió en una reunión de ayuno y testimonios en su barrio natal, justo después de que la Iglesia lo sostuviera por primera vez como consejero de la Primera Presidencia. De manera conmovedora, mansa y tierna, el presidente Romney les dijo a sus amados vecinos que estaba dispuesto a sostener obedientemente a quienquiera que el Señor llamara, aun cuando el Señor decidiera llamar a Marion G. Romney. ¡Todos los que estábamos allí lo sentimos aún más cariño por él! La mansedumbre puede estar presente incluso en momentos de reconocimiento o elogio merecidos.

Sir Tomás Moro fue víctima de la injusticia y la ironía. Con generosidad y mansedumbre, justo cuando estaba a punto de ser martirizado, dijo:

Pablo … estuvo presente, y consintió en la muerte de San Esteban, y sostuvo las ropas de los que lo apedrearon hasta la muerte, y sin embargo, ambos [Esteban y Pablo] son ahora dos santos benditos en el cielo, y allí continuarán siendo amigos para siempre, por lo que en verdad confío y … ruego que, pese a haber sido ahora vuestras señorías jueces de mi condena aquí en la tierra, podamos con alegría reunirnos más adelante en el cielo para nuestra salvación eterna. [Anthony Kenny, Thomas More (Oxford y Nueva York: Oxford University Press, 1983), pág. 88]

La mansedumbre puede estar presente en momentos de injusticia y crisis a manos de hombres inferiores.

Jesús soportó con mansedumbre la reducida madurez espiritual de los Doce y de Sus otros discípulos. Lo soportó esta situación mientras ayudaba a remediarla. Lo hizo sin ser condescendiente, sin desesperarse, sin ser cínico y sin murmurar. Basta tan solo con ver sus oraciones al Padre por Sus discípulos y a favor de ellos, para ver cuán perfecto es Su amor (véase Juan 17). De hecho, cuando sus seguidores merecían censura, recibían enseñanzas. Aunque a veces les hablaba verdades reprobatorias, Cristo hablaba la verdad en amor (Efesios 4:15).

¡Qué contraste con nosotros, los mortales! A veces privamos a los demás de nuestro tiempo, talento, conocimiento y nuestras críticas constructivas a fin de retener una aparente ventaja o superioridad. No es de extrañar que nunca haya sido posible cumplir con la consagración sin la mansedumbre, pues la consagración procura compartir, no retener.

El discípulo serio

A menudo, el testimonio pleno no se recibe “sino hasta después de la prueba de vuestra fe” (Éter 12:6). Esas pruebas pueden ser muy específicas. El presidente Lorenzo Snow dijo una vez a los Doce de su época: “Cada uno de entre nosotros que aún no haya tenido esta experiencia debe afrontarla: la experiencia de ser probado en cada punto donde seamos débiles” (Abraham H. Cannon journal, 9 de abril de 1890). De hecho, ¿no prometió el Señor específicamente a los mansos que Él haría que “las cosas débiles fueran fuertes para ellos” (Éter 12:27)?

En estos casos, el Señor ha mostrado mucha bondad y ternura al instruir a las personas mansas. Este modelo generalmente implica revelar más acerca de Sí mismo, de Su trabajo y de lo que significará tomar Su yugo sobre nosotros. De este modo, amplía los horizontes de la persona a la que instruye. Del mismo modo, el Señor suele asignar a esa persona una parte de la obra del Señor. El buen camino del discípulo implica más experiencia práctica que charlas teóricas.

Para el discípulo serio, entre más conocimiento tiene, mayor es su mansedumbre. Entre más se esfuerza por llegar a ser como Jesús y más desea declarar Su evangelio, más se regocija en extremo cuando otros escuchan el mensaje de Cristo, como lo hicieron los dedicados hijos de Mosíah, quienes se regocijaron de que ningún alma humana fuera a perecer si recibía el Evangelio.

Como era de esperar, los mensajeros angelicales del Señor también reflejan una amistad mansa, como el ángel que habló con Alma:

Bendito eres, Alma; por tanto, levanta la cabeza y regocíjate, pues tienes mucho por qué alegrarte; pues has sido fiel en guardar los mandamientos de Dios, desde la ocasión en que recibiste de él tu primer mensaje. He aquí, yo te lo comuniqué. [Alma 8:15]

¡Los mansos son realistas tan cariñosamente atentos!

Estos modelos de dulzura y ternura son demasiado poderosos para ser accidentales. Incluso se reflejan en la voz del Señor, en su mismo timbre, porque la suya es una voz agradable, suave y delicada:

 no era una voz de trueno, ni una voz de un gran ruido tumultuoso, mas he aquí, era una voz apacible de perfecta suavidad, cual si hubiese sido un susurro, y penetraba hasta el alma misma. [Helamán 5:30]

 Sí, una voz agradable, como si fuera un susurro. [Helamán 5:46]

 No era una voz áspera ni una voz fuerte; sin embargo, y a pesar de ser una voz suave, penetró hasta lo más profundo de los que la oyeron. [3 Nefi 11:3]

Para Pedro, Santiago y Juan, el asombroso episodio ocurrido en la cima del Monte de la Transfiguración indudablemente siguió este mismo modelo de recibir más revelación, preparación, consuelo, instrucción, y bendiciones (véase Mateo 17:1–9). Aunque no disponemos de todos los detalles sagrados de lo que allí ocurrió, Pedro, Santiago y Juan recibieron bendiciones e impresiones especiales como resultado de encontrarse en la cima del Monte de la Transfiguración. Fue bueno para ellos haber estado allí (Mateo 17:4), pero no habrían estado en esas circunstancias celestiales, a menos que fueran lo suficientemente mansos, aunque aún les esperaban más pruebas e instrucción.

El modelo de llamar, bendecir, expandir, tranquilizar e investir es un reflejo de la generosidad y la benignidad de Dios nuestro Padre y de Su Hijo Jesucristo.

Sorprendentemente, para aquellos que tienen ojos para ver y oídos para oír, ¡está claro que el Padre y el Hijo están divulgando los secretos del universo! Ojalá ustedes y yo podamos evitar sentirnos ofendidos por su generosidad.

Si queremos estar con ellos, ya sea en la cima de una montaña o para siempre, debemos meditar de nuevo estas solemnes palabras: “Porque nadie es aceptable a Dios sino los mansos y humildes de corazón” (Moroni 7:44). Además, ¿podemos aceptarnos verdadera y plenamente a nosotros mismos sin llegar a ser más como ellos?

Ruego que ustedes y yo seamos discípulos mansos en este día especial. Los saludo como siervos del Señor Jesucristo y le agradezco a Él por ser nuestro maestro en el yugo, por ser manso y humilde y por invitarnos a aprender de Él. Es la única manera en que verdaderamente podemos aprender de Él: tomar Su yugo sobre nosotros. Digo esto en el nombre de Jesucristo. Amén.

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Neal A. Maxwell

Neal A. Maxwell, quien era Comisionado de Educación de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, pronunció este discurso el 21 de octubre de 1986.